“No despertó ningún comentario público” es el lacónico resumen que Philip Larkin hizo de la recepción crítica de Jill, la novela acerca de Kemp, Warner y Gillian que publicó en 1946. La había escrito tres años antes, cuando, como recuerda en el prólogo de 1963 que acompaña a su reciente edición en español, todavía estaban frescas las impresiones de su paso por Oxford. Kemp es Larkin y, como él, se ve rodeado por primera vez de personas que no pertenecen a la clase trabajadora. “Estábamos (…) en el segundo año de la guerra”, recuerda en el prólogo. “La vida en el college era austera. La rutina del periodo de preguerra se había roto, en algunos aspectos los cambios fueron permanentes. Todo el mundo pagaba las mismas tarifas (en nuestro caso, 12 chelines diarios) y comía lo mismo. Debido a las ordenanzas del Ministerio de Alimentación, la ciudad no tenía mucho que ofrecer en materia de alimentos y bebidas caras, y las fiestas universitarias (…) se habían suspendido indefinidamente. A causa del racionamiento de la gasolina, nadie iba en coche, y era difícil vestirse con estilo por el racionamiento de ropa. Aún había carbón en los depósitos a la puerta de nuestras habitaciones, pero el racionamiento de combustible pronto lo haría desaparecer. Hacer cola para conseguir un trozo de pastel o un cigarrillo después del desayuno, tras haber pedido los libros en la [Biblioteca] Bodleiana, se convirtió en una costumbre”, escribe. [Sigue leyendo]

Babelia/El País, mayo de 2021.