“Nos gusta pensar en el duelo como un periodo de parálisis y desamparo, pero a menudo es más bien algo distinto, una extraordinaria exacerbación de los sentidos que hace de todo objeto un testimonio, ‘un pequeño trozo del entonces [que] recibe el cometido de amarrar el pretérito a la orilla rota del presente’, y de cada acontecimiento (un pájaro, las tormentas, los sueños, el trabajo en el olivar, un gesto de despedida al partir el autobús) un hecho extraordinario, fundacional, que reclama toda nuestra atención porque es el primero sin la persona que ha muerto. Dos meses y un día después del entierro ‘de M.’, Esther Kinsky (Engelskirchen, 1956) viaja a Olevano, un pueblo a 45 kilómetros al este de Roma, alquila una casa en las afueras, espera. ‘Una vez pasada Bolonia, la luz, las vistas desde la autopista que recordaba de mi infancia e incluso las tiendas de las gasolineras con sus pomposas arquitecturas de chocolate ofrecían un extraño consuelo’, escribe. ‘Parecía que el mundo seguía siendo tan inocente y anecdótico, tan inmutable pese al dolor como aquel paisaje claro que se deslizaba fuera: un escenario panorámico móvil que, en mi cansancio profundo e inmune a cualquier sueño, quería convencerme de que sólo se movía él, mientras que yo me quedaba siempre en el mismo lugar.’” [Sigue leyendo]

Babelia/El País, marzo de 2021.