«Si no puedes decir la verdad, cállate», recomendó en alguna ocasión el extraordinario escritor serbio Danilo Kiš (1935-1989); sus «Consejos para un joven escritor» no han perdido utilidad y relevancia y constituyen un programa de acción para cualquiera que crea en la fuerza racional de las ideas. Kiš hizo de los impedimentos para hablar con franqueza bajo un régimen totalitario (el yugoslavo, del que escapó en 1979) el centro de una obra en la que el silencio ocupa el lugar de la verdad. «No tengas un programa político, de ninguna manera tengas un programa: vienes del magma y del caos del mundo», escribió, pero su literatura es un ejemplo del carácter profundamente político de la acción del sujeto individual, incluso, y en especial, si ese sujeto rehúye los programas.

Kiš invita a «no defender la verdad a cualquier precio porque con tontos no hay que hablar», pero la suya era una sociedad en la que, por definición, el diálogo no era posible; que en la nuestra sí lo es y que eso es lo que la hace una sociedad democrática constituye una certeza que no deberíamos olvidar, pese a las prácticas de muchas personas en las redes sociales, pero también en los parlamentos nacionales y en la prensa, y los ataques, insultos, amenazas y presiones que un puñado de escritores y yo recibimos en las últimas semanas después de que se hiciera pública la lista de obras presentadas por el autor y/o su editorial al Premio Rómulo Gallegos de Novela, que volvía a celebrarse después de cuatro años.

Que se acusara de intentar beneficiarse del Premio a autores de la trayectoria y la importancia de María Teresa Andruetto, Raúl Vallejo, Rodrigo Fresán, Belén Gopegui, Horacio Castellanos Moya, Mónica Lavín, Pedro Ángel Palou, Jorge Zepeda Patterson o César Aira bastaría para desestimar la capacidad intelectual de los «indignados», pero el argumento de que, en realidad, sería el Gobierno venezolano quien se beneficiaría en su imagen internacional asociando su nombre al de estos escritores no es mejor y tampoco merece comentario, dada la escasa importancia que tiene para esa imagen todo premio literario, incluso uno como el Rómulo Gallegos, que honra a uno de los escritores más relevantes de la lengua y que han ganado Gabriel García Márquez, Fernando del Paso, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Fernando Vallejo, Roberto Bolaño, Ricardo Piglia y Elena Poniatowska, entre otros.

El Premio Rómulo Gallegos nació en 1967 y es otorgado por el Estado venezolano, no por el Gobierno de ese país ni por el partido gobernante; la distinción no es banal porque hace a la esencia de un Estado de Derecho, que es el tipo de Estado al que deberíamos aspirar: pertenece, por lo tanto, a todos los venezolanos, como es patrimonio de todos ellos, también, el mérito de los logros artísticos de su país, el de sus escritores, el de sus artistas visuales y el de tener una institución como la Universidad Central de Venezuela.

La objeción a este argumento es que Venezuela ya no es un Estado de Derecho y que el Premio Rómulo Gallegos de Novela está al servicio del partido gobernante, una objeción que no puede ni debe ser desestimada, puesto que la situación del país es de enorme gravedad y ya ha sido señalada numerosas veces por la prensa, los organismos no gubernamentales, las instituciones internacionales y los observadores externos. La inflación venezolana alcanza el diez millones por ciento (sic), el salario mínimo y los bonos de alimentación rondan los cuatro dólares mensuales, la escasez de alimentos y de medicinas y la desnutrición son evidentes, así como el hecho de que el ochenta por ciento de su población vive por debajo de la línea de pobreza y más del diez por ciento está fuera del país; los apagones y la falta de combustible son permanentes en un país que alguna vez fue una potencia petrolera, la destrucción de las infraestructuras ha alcanzado un punto de no retorno, la violencia y la delincuencia no tienen límites, la imposibilidad de acceder a servicios básicos así como a la información, sumada a la detención y tortura de opositores políticos y a las ejecuciones extrajudiciales en lo que la Organización de las Naciones Unidos (ONU) ha calificado en su informe del 16 de septiembre pasado (https://bit.ly/35BOofJ) de «violaciones sistemáticas de los derechos humanos» suponen una de las mayores tragedias de nuestra época y no admiten matización: ni siquiera la ideología concebida como una forma de autoengaño puede servir para justificar o ignorar estos hechos.

Unos meses atrás, cuando se hizo pública la convocatoria a una nueva edición del Premio Rómulo Gallegos, un puñado de amigos y yo concebimos la posibilidad de utilizar la caja de resonancia del Premio para dar cuenta de esta situación, romper el bloqueo en el que se encuentran intelectuales y artistas que permanecen en el país, devolver a la literatura su naturaleza de acontecimiento político haciéndola punto de partida de una discusión sobre posibles soluciones a los problemas venezolanos y aliviar, aunque fuese en pequeña medida, la situación destinando el dinero del Premio a organizaciones no gubernamentales que trabajan en el territorio: convertir el Premio, por último, en una oportunidad de propiciar un diálogo entre facciones enfrentadas dentro y fuera del país, tender un puente; se trataba de abrir el diálogo sobre lo que Venezuela es, y sobre lo que puede y tal vez deba ser, entre todos aquellos que aún no desestimen las potencias de una literatura que por lo general se conforma con ser mercancía.

Un puente es una cosa frágil y no siempre deseada cuya forma y función sólo resultan visibles cuando su construcción ha terminado: nuestra intención de tender uno fracasó debido al hecho de que mi trabajo no obtuvo el favor de los jurados del Premio, que escogieron en cambio una novela de la escritora argentina Perla Suez, la segunda mujer que obtiene esa distinción a lo largo de su historia.

De manera más general, sin embargo, el plan fracasó debido a la inexistencia de «la otra orilla» sobre la que debía recostarse la construcción. No pasaban sino algunos minutos del anuncio de las obras que participaban del Premio cuando comenzaron los insultos, las presiones y las demandas de quienes se creían con la potestad de decidir quiénes pueden presentarse a un premio literario y quiénes no: uno de los más vociferantes, que recientemente había obtenido un premio de un think tank neoliberal que promueve políticas de aumento de la desigualdad económica y de exclusión social, condenaba el Rómulo Gallegos por estar «politizado», por ejemplo; algunas personas parecen tener mala memoria, y los insultos eran de todo tipo y, para mi gran sorpresa, ponían de manifiesto que la corrupción, la ineptitud y la rabia asesina de las que se acusa al gobierno venezolano están también muy extendidas entre sus supuestos opositores, cuya “defensa” de la democracia preside el mismo “odio al otro” que caracteriza el pensamiento antidemocrático y es el signo más evidente de regímenes totalitarios como el de Venezuela.

«La situación venezolana tiene una sola solución posible, que es un acuerdo político, pero no hay incentivos. Aquí se requiere un proceso de reactivación de la comunidad internacional, que cree incentivos para esa negociación. Muchos en la oposición lo plantean con la idea de votar o no votar, pero eso sin negociación previa no significa nada», afirmó recientemente Michael Penfold, investigador del Wilson Center de Washington y profesor (https://bit.ly/3pCK5c1): a tenor de lo expresado por muchos «opositores» en sus redes sociales a raíz del Premio Rómulo Gallegos ni unos ni otros están a la altura de las responsabilidades del momento, que requieren un diálogo democrático del que no se puede participar cuando se niega la posibilidad de que el otro tenga al menos un poco de razón. Si la mitad de las «buenas intenciones» de algunos (y de su indignación) fuesen reales y se plasmasen en acciones concretas, Venezuela ya habría salido del agujero en el que está hace años, pero ése no parece ser el caso. Quizás, como dicen algunos, el país no tiene solución.

O tal vez sí la tenga. A los insultos y amenazas los sucedió, sin embargo, el diálogo con personas que de antemano no entendían mi decisión pero estaban dispuestas a comprenderla, por más absurda o ingenua que les pareciera. Algunas afirmaban que el Premio está «desprestigiado», aunque parece evidente que su prestigio es el de los muy buenos escritores que lo han obtenido, así como el de sus jurados y, de manera indirecta, el de sus lectores. Otras me advertían de que las autoridades sólo querrían instrumentalizarme para su publicidad, pero eso no ha sucedido, por supuesto. Algunas más, por último, anunciaban que cualquier mínimo roce con el Gobierno venezolano iba a impedirme decir lo que pienso acerca de Venezuela: como se ve, su advertencia era innecesaria.

Atesoro esas conversaciones y las sugerencias y comentarios que se produjeron en el marco de ellas como una pequeña parte de lo mucho y muy bueno que la cultura venezolana nos ha dado a los lectores en español, antes y espero que después de que todo esto haya pasado: en mi opinión, el Premio Rómulo Gallegos de Novela pertenece a todos los venezolanos, no a su gobierno ni a quienes, en su supuesta «lucha», acosan, persiguen, insultan y amenazan a quienes no están de acuerdo con ellos, están de acuerdo con ellos sólo parcialmente o realizan el esfuerzo de mirar más allá del odio, fundado o no, para producir una «acción comunicativa» (el término es del filósofo alemán Jürgen Habermas) que oponga la razón a la violencia.

Mi voluntad al presentar mis libros al Premio Rómulo Gallegos fue la de celebrar este patrimonio común de los lectores en español y honrar a quienes se encuentran en este momento totalmente aislados, resistiendo como pueden en un país en el que el diálogo entre facciones parece imposible y, por lo tanto, más necesario que nunca; así como procurar estar a la altura de la generosidad de tantos venezolanos que dieron refugio a las miles de personas que tuvieron que huir de sus países de origen por culpa de las dictaduras latinoamericanas de las décadas de 1970 y 1980: como hijo de personas que también padecieron persecución durante ese período, aunque no tuvieron que dejar el país, pienso que la tradición venezolana de socorro y hospitalidad (esta última, también intelectual) es uno de sus principales activos.

Quisiera agregar una nota personal, que es resultado de lo anterior. Como hijo de activistas políticos y como parte de una generación que vio a sus padres luchar y a menudo perder la vida en nombre de sus ideales, inspirados total o parcialmente por el proyecto encarnado en una Revolución Cubana que todavía tiene cierto predicamento en Venezuela, me pregunto: ¿es esto lo que nuestros padres deseaban? ¿Son estos regímenes totalitarios, esta negación del otro, estos Estados policiacos, esta persecución y este odio aquello a lo que aspiraban? Dudo mucho de que así haya sido, pero también dudo de que el liberalismo, con las desigualdades y la exclusión social que los sostienen y que son su único resultado, así como el origen de la popularidad de cualquier «iluminado» que prometa ponerles límites, sea la solución a nuestros problemas. Quisiera poder decir cuál es esa solución, pero soy un escritor y un escritor suele tener más preguntas que respuestas, excepto que sea un funcionario, se crea un pontífice o sea un idiota.

Danilo Kiš aconsejaba: «No discutas con ignorantes sobre cosas que escuchan de tus labios por primera vez». Pero, por supuesto, si has llegado hasta aquí es porque no has caído en la desviación que lleva a algunos a creer que sus ideas y sólo sus ideas son válidas, ya sea que gobiernen un país o pretendan liberarlo, y eso es lo opuesto a vivir en la ignorancia. Quizás Venezuela sí tenga solución, y esté en conversaciones todavía pendientes y necesarias, así como en el respeto y en “el acuerdo en estar en desacuerdo” de los diálogos con venezolanos de estas semanas. Y en cualquier caso, quería que supieras esto antes de hacerte una idea errónea y para que podamos seguir conversado, esta vez, por fin, en y a través de los libros.