“De fondo está el problema de que muchas personas creen que el arte tiene que ‘revelarnos’ algo, debe ser útil, tiene que ‘contarnos’ la vida de alguien, tiene que ‘rasgar el velo’ y mostrarnos ‘la verdad’ de las cosas. Pero el arte no hace nada de eso. Como sostiene Maggie Nelson en ‘El arte de la crueldad’, ‘Bacon nos muestra imágenes de Bacon, Arbus nos muestra personajes de Arbus’. ‘El rapto de las sabinas’ en el Museo del Prado no es un rapto ni una violación: son pigmentos ordenados de una determinada manera para producir un efecto estético ante el que no estamos indefensos, un efecto que podemos aceptar, admirar, rechazar, incluso repudiar, pero que cumple con la idea de un arte dialógico, no en la medida en que se recubre de superioridad moral ni se ampara en una causa colectiva, sino porque genera una reacción en nosotros que no se hubiera producido de otra manera y tiene el potencial de cambiar aunque sea ligeramente la forma en que vemos el mundo y cómo concebimos nuestro lugar en él. No es lo que sucede con la narrativa del trauma –para Sehgal, ‘aplana, distorsiona, reduce el carácter a síntoma y, a su vez, instruye e insiste en su autoridad moral’–, que, como observa Berlant, tiene una lógica ‘eminentemente ahistorizante’ que impide comprender sus causas sociales, que invalida el proyecto compartido de una acción política que elimine esas causas, que nos deja frustrados y patológicamente deprimidos, conmiserándonos de nuestra situación y consumiendo la conmiseración de otros. Nuestro anhelo de un modo de vivir distinto –en una sociedad liberada de las formas industrializadas de producción, desacelerada, igualitaria, no sexista, horizontal, solidaria, lo suficientemente vigorosa, justa– merece algo más que su satisfacción superficial y requiere detenernos algo menos en nuestro dolor y en nuestro trauma para volver a comprender el dolor de los demás.” [Sigue leyendo]

El Diario (España), diciembre de 2023.