“Los niños pueden ser alucinantemente terribles”, escribió Jill Tweedie: “manipuladores, agresivos, irrespetuosos e insensibles; si les diésemos armas, serían el ejército más aterrador que el mundo haya visto”.

No muchas personas lo saben (ni necesitan saberlo), pero yo comencé escribiendo para lectores así. Mi primer trabajo como escritor profesional (tal vez fuese el segundo) fue escribiendo para una colección de cuentos ilustrados “para niños” que una editorial argentina llamada Libros del Quirquincho publicó hacia finales de la década de 1990. Ahora pienso que fue una magnífica escuela: los ilustradores eran excepcionales, la distribución era extensiva, los niños mostraban una escasa tolerancia a la condescendencia (así como la firme intención, que todos los niños tienen, de no perder el tiempo con tonterías) y ejercían la crítica literaria espontánea y brutalmente, la editorial tenía una gran avidez de textos y no oponía resistencia alguna. “Los libros para niños son para ser leídos; los de adultos son para hablar de ellos en los cócteles”, afirmó Lloyd Alexander. Durante años escribí sobre las siguientes cosas: ancianos que dinamitaban montañas, niñas que tenían serpientes en lugar de cabellos, puentes que construye el demonio, personas que pierden los dientes y dentistas que esclarecen casos policiacos, elefantes que se oxidan, perros que visitan la luna, una mujer con hirsutismo y cosas así. Nada de lo que puedas hablar en un cóctel. [Sigue leyendo]

 

Zenda y El Boomeran(g), diciembre de 2017 y enero de 2018.