“Durante mucho tiempo me acosté temprano. Y posiblemente lo hice también el 1 de abril de 1982, por hábito y por imposición. Yo tenía seis años y no sabía qué iba a suceder al día siguiente, pero, como todos, acabaría enterándome por la mañana, cuando se hiciese pública la noticia de la invasión de las Islas. Una guerra absurda, un propósito que no lo es y que se hubiera alcanzado por otros medios, algo más sensatos que enviar adolescentes escasamente preparados a enfrentar a una potencia mundial. Una vez escribí una novela sobre la guerra y después volví a escribirla e hice que se publicase con otro nombre porque no creía haber sabido expresar en la primera ocasión cuán insensata me parecía la empresa, y cuán evidente es que las decisiones absurdas y violentas sólo traen consigo acontecimientos violentos y absurdos. Quizás preferiría olvidar aquella novela, pero regresa a mí (al menos) con cada recapitulación de la ‘literatura de Malvinas’ como las de hoy en la prensa; con el tiempo también regresan más y más imágenes de ese período, desde los simulacros de bombardeo en el aula hasta los oscurecimientos y la dificultad de verbalizar, de preguntar siquiera, a los adultos, cómo se conciliaba el rechazo a una dictadura que me habían enseñado a temer y a odiar y la celebración de una de sus decisiones más importantes. Nunca ignoramos el hecho de que esa contradicción era irresoluble, ya que la misma dictadura que torturaba y asesinaba en el Continente lo hacía en las Islas; sólo que algunos preferían no ver, no saber; casi cuarenta años después, por fin, algunos sobrevivientes están encontrando la manera de hablar de las torturas y ésa, pese a ser dolorosa, es tal vez la mejor noticia del día: su voluntad de no callar, de no consentir que se los siga silenciando, nos recuerda que muchos pelearon con valor, con inteligencia y con una enorme entrega una mala guerra, contra todos, que no podían ganar y que no eligieron, y que siguen peleándola del mismo modo.” [Sigue leyendo]

La Agenda de Buenos Aires, abril de 2021.