El profesor A. Dónda, de Stanisław Lem

Prólogo

Stanislaw Lem | El profesor A. Dónda | Trad. Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz | Madrid: Impedimenta, 2021. Pp. 7-11.

Georg Christoph Lichtenberg constató en una oportunidad que la gran sed de conocimiento de su época y su erudición sólo habían contribuido a la creación de una barbarie erudita, pero el profesor Dońda del que escribe Ijon Tichy en este relato —en una tablilla, como al principio de la historia humana— está convencido de que el exceso de información puede conducir a algo más, a la desaparición del conocimiento: cuando se llegue a una «masa crítica» —inevitable, según él, dada la capacidad de almacenamiento de las computadoras—, la información se convertirá en materia y dejará de estar disponible. «La computarización le retorcerá el cuello a la civilización, pero eso sí, con suavidad», anticipa.

Stanisław Lem solía rechazar la etiqueta de escritor de ciencia ficción; del género criticaba la fijación con la novedad tecnológica y su ineptitud a la hora de anticipar el futuro, así como su desinterés por admitir que nada cambia nunca porque la naturaleza humana condiciona unas respuestas individuales y colectivas a toda situación de peligro que siempre son las mismas. La suya es una obra que pertenece de pleno derecho al género, sin embargo; pero sólo si se acepta, con Darko Suvin, que lo propio de la ciencia ficción es producir un «extrañamiento cognitivo» de la realidad empírica del lector para que éste gane en entendimiento racional de sus condiciones sociales de existencia: son esas «condiciones», y no las futuras, las que narra «El profesor A. Dońda», ya que, a pesar de todo, el mundo en el que transcurre el relato es el nuestro. En él, la diplomacia internacional sólo lleva al conflicto armado, la ciencia crea nuevas formas de ignorancia, las universidades contratan a embaucadores, la reproducción asistida requiere de la asistencia de detectives privados para determinar qué se ha reproducido exactamente y cómo, las fronteras nacionales complican las biografías, un comentario banal conduce al descuartizamiento, la afición por la taxonomía oculta el desconocimiento o la inexistencia de lo que se nombra, el racionalismo se revela como una forma de irracionalismo amable, la proliferación de las herramientas tecnológicas produce una nueva forma de superstición basada en sus presuntos poderes, la multiplicación de la riqueza trae pobreza y desesperación, el Estado de Derecho y la división de poderes en una sociedad pre- o post-ilustrada da lugar siempre a la corrupción y a nuevos delitos, una mirada disciplinada a nuestra alrededor sólo nos permite constatar la profunda indisciplina de la realidad empírica. «La religión, la filosofía son el pegamento», resume el narrador de La investigación, una de las mejores novelas de Lem: «no paramos de recomponer y recoger los restos que se arrastran hacia la estadística para aglutinarlos en un sentido global, para que se conviertan en una sola voz, como campana de nuestra gloria. [Pero] cuantos más hechos minuciosamente medidos, fotografiados y apuntados acumulamos, [mayor es] el sinsentido que se deriva de la estructura resultante. […] El orden matemático no es sino nuestra plegaria dirigida a la pirámide del caos».

Nos resistimos a creer que no haya un plan maestro. Y esto es así en buena medida porque sólo somos capaces de comprender algo articulándolo en una serie narrativa comprensible, en un relato ordenado del que se derive un orden; allí donde no podemos integrar una observación a nuestra narrativa de preferencia —religiosa, filosófica, científica, paranoica—, tendemos a preguntamos si lo que creemos observar es real, un asunto de especial relevancia en Solaris, quizá la obra más conocida de Lem: cuando Kris Kelvin llega al puesto de observación que orbita en torno a Solaris para esclarecer los motivos de la conducta de sus tres tripulantes, descubre que uno de ellos se ha suicidado y que los otros dos miembros de la tripulación no son los únicos ocupantes de la nave; un día ve caminando por el pasillo a una mujer negra desnuda, otro día encuentra a su lado en la cama a su esposa, pero ésta se ha suicidado unos años antes. No conviene revelar qué está detrás de esas apariciones y del terror primero, y la ternura después, que Kelvin siente frente a su esposa, sea ella o no; pero sí importa mencionar que lo que Solaris viene a poner en cuestión es el proyecto —totalitario, se podría decir— de comprender la totalidad del universo mediante métodos cognitivos supuestamente científicos. Lem confronta a sus personajes, y con ellos a su lector, con sus miedos y sus anhelos más profundos al tiempo que se pregunta una y otra vez a lo largo de su obra cómo espera nuestra civilización comunicarse con otras formas de vida si sus propios integrantes carecen de las herramientas para comunicarse entre sí; incluso, para comprenderse a sí mismos. Para alguien que, como él, escribía bajo un régimen totalitario que se escudaba tras un supuesto «socialismo científico», el problema de a qué llamamos «ciencia», y por qué, no podía resultarle indiferente. Pero tampoco a nosotros: según el filósofo alemán Markus Gabriel, no existe una gran diferencia entre la negación de la ciencia de los extremismos religiosos y políticos y su transformación reciente en herramienta de control por parte de gobiernos sólo en apariencia menos radicales: ambas son respuestas «moralmente reprochables» a una situación de excepción instrumentalizada para reforzar el control ya sea mediante «pasaportes de inmunidad», geolocalización, «distancia social» o confinamiento forzoso. Vivimos en un presente «construido con exclusiones, negaciones y diversas suposiciones, cada una más opaca que la anterior», observa Lem en Máscara; en realidad no sabemos nada, excepto, tal vez, que la «luz al final del túnel» será otra opacidad, quizás incluso más oscura que la anterior.

Paul Virilio no fue el primero en recordarnos que la invención del coche fue también la del accidente automovilístico: la «svarnética» (cibernética) de Lem y, aquí, del profesor Dońda —cuyos cuatrocientos noventa billones de bits de información pueden haber parecido muchos en algún momento de la historia, pero ahora caben en cualquier disco duro externo de capacidad media— postula en el fondo que una tecnología superlativa sólo puede amplificar superlativamente nuestros errores, al tiempo que nos esclaviza a ella: todo el saber que acumulamos no es más que «un puñado de polvo atómico», y «reajustar lo que vemos» nunca será tan útil como «cambiar el punto de vista». Es decir, no aceptar la improbable ficción de que una inteligencia superior podría ser producida por mentes inferiores como las nuestras y que un futuro por completo digitalizado podría resolver las contradicciones y los problemas creados, entre otros, por esa digitalización. Para Lem, como para Thomas Hobbes, «el infierno es la verdad vista demasiado tarde» y, en ese sentido, no debería sorprendernos que el apellido Dońda sea la traducción apresurada de la expresión «Don’t do it!» o «no lo hagas»; lo que sí resulta sorprendente, en cambio, es cómo Lem se las arregla para hacer del «extrañamiento cognitivo» y de su pesimismo en torno a nuestras viejas ideas acerca del conocimiento y del progreso una comedia de enredos excepcional, uno de los textos más libérrimos y graciosos que jamás haya escrito. Un apocalipsis divertido en el que el mundo que conocíamos no termina con una explosión sino con una carcajada contagiosa.

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