«Mientras no nos descubran todo irá bien» / Prólogo

Prólogo

Julio César Pérez | Ratas | Barcelona: Ratas, 2017 | Pp. 7-11

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«Qué brujería es esta que congela mis palabras a medida que van saliendo de mi boca», se pregunta uno de las numerosos roedores que pueblan este libro, pese a que, como es evidente, las palabras siguen saliendo de su boca, congeladas o no; de hecho, las ratas de Julio César Pérez nunca dejan de hablar, son incluso locuaces: se interrogan unas a otras, se asaltan con preguntas y en ningún momento, de ninguna manera, interrumpen su búsqueda de un sentido. «Seguro que de esta historia podemos extraer alguna valiosa lección», se dice una de ellas; pero, por supuesto, en el mundo de contornos difusos que éstas habitan esa lección no puede tener lugar bajo ningún concepto. «Tiene que aprender a comportarse», le sugiere un personaje a otro; un tercero afirma «Mientras no nos descubran todo irá bien»: entre ambas frases, la elisión del significado, un misterio que «brilla» en la mano de un hombre y obsesiona a un niño.

 

 

2

 

Antes de que Julio César Pérez (Barcelona, 1974) fuese objeto de entrevistas, mucho antes de que pudiera imaginar que algún día sería víctima de un prólogo como éste, sus dibujos fueron una salida de emergencia, una vía de escape a la contabilidad en una tienda de uniformes de trabajo, así como la respuesta a la pregunta de cómo continuar pintando sin que el imperativo de perfección formal y significación trascendente que la pintura ejerce sobre quienes la practican acabase paralizándolo; Pérez se impuso un régimen de producción cuyas limitaciones resultaron paradójicamente liberadoras: «No dedicar más de cinco minutos a cada dibujo, no borrar nada y subirlo a Twitter, tanto si el dibujo me satisfacía como si no». Antes de que su obra fuese reunida en Amarillo Indio 1 (Belleza Infinita, 2015), también, y después, estos devinieron una especie de éxito a voces en Twitter, posiblemente un mejor sitio para ellos que el que podría haberles ofrecido Facebook, cuya invitación tácita a la expansión y al agotamiento de los temas —peor aún, su requerimiento a sus usuarios de que se «expresen»— parece disuadir las fulguraciones lacónicas de dibujos como estos. Algo en Twitter casa bien con la obra de Amarillo Indio, lo cual equivale a decir que algo en ella parece haber sido hecho casi excluyentemente para Twitter: si su aparente simpleza formal se adecúa a la rapidez con la que leemos en redes sociales, el carácter iterativo de la publicación en ellas y la imposibilidad de fijar su mensaje en un sentido —y sólo uno— hacen que la aparición de estos dibujos en el historial de publicaciones o timeline adquiera habitualmente un carácter disruptivo; instalados entre los titulares de prensa y las eyaculaciones de un ego sólo malamente reprimido, estos dibujos interrumpen la sucesión de contenidos aparentemente significativos, suspenden el orden de un presente que finge ser narrado, lo ponen en cuestión.

 

3

Todo lo cual no significa, por supuesto, que la obra de Julio César Pérez funcione mejor en la virtualidad de las redes sociales que en la página impresa: de hecho, es en ésta donde la pequeñez de sus personajes adquiere plena significación, deviniendo —como las caligrafías de Henri Michaux, el grattage de Wols o las incisiones de Lucio Fontana— los caracteres de un idioma que no hemos descifrado todavía, sólo apropiado para comunicar una cierta forma de la angustia. Los personajes de Pérez parecen ahogarse en la blancura de la página, cuya inmensidad pone de manifiesto su insignificancia y la de unos miedos que a menudo sólo es posible intuir, impedidos como están en su expresión por la brevedad de la pieza en la que aparecen, su rechazo a cualquier forma de desarrollo narrativo, la imperfección aparente de estas imágenes. «Podéis hacerlo mejor», le dice Mozart a las ratas; «necesitáis mis lecciones morales», sostiene otro personaje: acosados por los monstruos de la respetabilidad y del buen sentido —los únicos monstruos en estos dibujos—, los personajes de estas obras cifran su eficacia en la decepción de todas las expectativas, incluso las determinadas por un antropomorfismo que, desde Esopo a Ren y Stimpy, ha sido la solución consuetudinaria a la incertidumbre que genera la inexistencia de una limitación objetiva entre hombres y animales: de hecho, no se trata de que las ratas de estos dibujos se parezcan a nosotros, sino de que nosotros nos parecemos a ellas, y demasiado. Una posible lectura de la obra de Amarillo Indio podría, en ese sentido, articularse sobre la inversión de esos presupuestos para desactivar el sesgo paralizante del dolor. «Sufro», constata uno de los personajes; sin embargo, su creador admite ser feliz, tras haber encontrado en el dibujo «lo que no encontraba en la pintura», una disciplina practicable con pocos medios: «Un cuaderno y un boli Bic, como un poeta». Acerca de la poesía, sin embargo, y como sabemos, es mejor no decir nada: cuando el currículo obliga a las ratas a detenerse en su estudio, el profesor admite: «La lección de hoy es imposible»; sus alumnos, por su parte, reconocen: «No hemos entendido nada»; sin embargo, Julio César Pérez sí parece haber aprendido algo de sus maestros más visibles —Fernando Pessoa, Franz Kafka, Samuel Beckett, Roland Topor, José María González Castrillo, Alberto Giacometti, Francisco de Goya, Alfred Jarry, Ops— en la persecución de un sentido que siempre está un paso por delante de nosotros, no importa dónde nos encontremos, y cuya búsqueda es el asunto de la mejor literatura, de la poesía más relevante: uno podría decir que, si vivieran, esos maestros estarían orgullosos, pero lo más posible es que sólo estuvieran desconcertados.

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