And yes I said yes I will yes / Siete notas sobre la entreplanta

Prólogo

Nicholson Baker | La entreplanta | Trad. Cé Santiago | Madrid: La Navaja Suiza, 2018 | Pp. 11-19

«¿Quieres que te cuente todas las cositas que se me pasan por la cabeza, sin dejarme ninguna?», pregunta la mujer al otro lado de la línea en Vox (1992), el episodio de sexo telefónico que conforma la tercera novela de Nicholson Baker (Nueva York, 1957). La respuesta de su interlocutor es, por supuesto, que sí; y, aunque en Vox da pie a la fantasía de una orgía en un circo y a una escena de seducción en la que juegan un papel eminente el aceite de oliva y la limpieza de cañerías, la pregunta y su respuesta pueden ser vistas también como el punto de partida de toda la literatura del autor, comenzando por La entreplanta (1988), su debut literario. Más que ningún otro escritor de su generación, Baker exige de su lector un rotundo «sí» por respuesta para que su obra funcione, una entrega total y absoluta como  la  de  Molly  Bloom  al  final  de  Ulises  de   James Joyce —posiblemente el libro que funda la genealogía de los escritores más radicales del siglo XX a la que Baker pertenece por derecho propio— porque, cuando pregunta a su lector si éste quiere que le cuente «todas las cositas» que se le pasan por la cabeza, el autor de La entreplanta no está bromeando: va a contarle absolutamente todas ellas, y son muchas.

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Paul Valéry repudió la novela con el argumento de que ésta debía forzosamente incluir frases como «la marquesa salió a las cinco», que le parecía una trivialidad; Antón Chejov, por su parte, exigía que, si en el primer acto de una obra teatral se hacía mención de un rifle, en el siguiente el rifle fuera disparado. No existen los hechos insignificantes en literatura; y la novela del siglo XX —que, en ese sentido, es profundamente chejoviana— lo demuestra, también La entreplanta. ¿Qué narra la novela de Baker? Un joven empleado de oficinas llamado Howie aprovecha la pausa del almuerzo para comprar un par de cordones para los zapatos, come unas palomitas de maíz, un perrito caliente y una galleta, bebe un poco de leche, hojea una edición de bolsillo de las Meditaciones  de  Marco  Aurelio,  regresa  a  la  oficina:  eso  es —trágica, hilarantemente— todo.

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Y sin embargo es más que suficiente; de hecho, a Baker le alcanza —y le sobra— para poner de manifiesto muchos de sus talentos, como una percepción extraordinariamente aguzada de los detalles, un sentido notable del ritmo de la frase y de las posibilidades cómicas de la historia y una capacidad excepcional para convertir el flujo de conciencia del obsesivo, hiperracional Howie en algo que resulta próximo al lector, algo que abandona el ámbito privado —el interior del interior de la mente del personaje— para convertirse en un cierto tipo de experiencia extrema pero común con la que el lector puede identificarse, como su imagen en un espejo.

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Nicholson Baker es considerado habitualmente un miniaturista: por una parte, sus novelas están repletas de pequeños detalles muy bien observados, como el de que los sorbetes de plástico tienden a flotar sobre la bebida, el de la conveniencia de que la apertura de los cartones de leche conforme un pico que facilita el derramado o el de que la basura se acumula siempre en la parte superior de las escaleras mecánicas, y no en otro sitio. (Todos los ejemplos provienen de La entreplanta.) Por otra parte, sus obras suelen «desarrollarse» —no es completamente correcto que las novelas de Baker se «desarrollen» en ningún sentido— en un espacio de tiempo reducido: una hora en La entreplanta, unos pocos minutos en los que el narrador sostiene en brazos a su hija en Temperatura ambiente (1990), algunos instantes en Una caja de cerillas (2003), unas horas en Vox. Sam Anderson observó, en la entrevista que le realizó para The Paris Review en 2011, que «lo que oculta el tono jovial de Baker es la convicción defendida apasionadamente de que deberíamos honrar los detalles de nuestras vidas más que ser arrastrados por extrapolaciones y abstracciones»; pero el hecho es que, aunque esto es parcialmente cierto, la literatura del estadounidense posee un alcance mayor del que correspondería a la de un miniaturista: al escribir acerca del tránsito del envasado de la leche en botellas a su venta en cartón, sobre la conversión de los lugares de trabajo en espacios revestidos de moqueta por defecto o el surgimiento del sexo telefónico, Baker apunta a la conformación de una antropología urbana y muy personal cuyo mensaje es que, por insignificantes que parezcan a simple vista, todas estas pequeñas novedades suponen cambios significativos en nuestra percepción y en la relación que establecemos con los objetos y, de forma más amplia, con el mundo. Uno de los méritos más notorios y desconcertantes de La entreplanta es que en ella se fundan simultáneamente dos regímenes de distinto orden, el de un puñado de experiencias que no vuelven a ser las mismas después haber sido descriptas hasta su (aparente) extenuación —es improbable que el lector vuelva a atarse los zapatos o se enfrente a unas escaleras mecánicas del mismo modo en que lo hacía antes de haber leído esta novela— y el del sujeto que las evoca, en este caso el melancólico, obsesivo, Howie del que al final del libro no sabemos paradójicamente nada aunque nos lo ha contado todo.

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A pesar de la aparente trivialidad de los pensamientos con los que personajes como Howie se entretienen en sus libros, la literatura de Baker se hace una pregunta muy poco trivial, la de cómo comprender cuál es el sentido de ciertas experiencias sin recurrir a generalizaciones. Jorge Luis Borges se negó a escribir alguna vez una novela afirmando que «una obra de trescientas páginas no puede prescindir de ripios, de páginas que sean meros nexos entre una parte y otra». Baker, en cambio, parece interesarse únicamente por esos nexos, los «ratos muertos» entre hechos «trascendentes» —y deliberadamente omitidos— que constituyen el contenido casi excluyente de sus libros y su muy particular aproximación al problema del conocimiento, que para el autor no está escindido del «poder alimenticio» de las percepciones más insignificantes cuando estas son vistas «al microscopio» y de la desestabilización producida por la emergencia de la vulgaridad como tema primordial del entretenimiento y la comunicación contemporáneos. Como afirma Ross Chambers en relación con La entreplanta, «la trivialidad de la narrativa de Baker sugiere […] una hipótesis que tiene más que ver con cuestiones filosóficas que con la narrativa como tal. ¿Qué tipo de texto trata lo trivial como significativo? ¿Cómo se establece la importancia de lo (supuestamente) trivial? ¿Qué cambios supone esto en las formas en que concebimos el conocimiento y en los modos de comprobación en los que se basa nuestra manera de identificar el conocimiento? ¿Hay algo parecido a un “tiempo muerto” epistemológico que pueda tener un interés filosófico, educativo o crítico?»

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La entreplanta es y no es una respuesta a estas preguntas: al igual que En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y de los libros de Georges Perec —con quien Baker comparte también la preferencia por una contrainte o restricción que limite y a la vez multiplique las posibilidades de una situación narrativa—, La entreplanta es digresiva, proteica, multiforme. (Y aparentemente descriptiva, excepto por el hecho de que, como en Proust y en Perec, aquí no se describe en un sentido estricto, sino que se presenta la conciencia que lleva a cabo el acto perceptivo del que se deriva la descripción.) Baker pasa de los surcos que los patinadores dejan en el hielo a las líneas de puntos en los formularios, a continuación habla de los troquelados, después deriva en los surcos de los discos y en las exigencias de su cuidado y al final piensa en las estrías que una embarcación deja en las aguas de una laguna: las diferencias de materiales, lo disímil de las condiciones de posibilidad de todos estos objetos y situaciones, son suprimidos por el flujo de una conciencia que no los asimila pero tampoco los presenta contiguamente, que se contradice de a ratos a sí misma —una de las funciones más destacadas de las muchas y muy notables notas a pie de página del libro—, que no puede dejar de pensar en aquello en lo que supuestamente no se piensa nunca porque es banal, trivial, fatuo: que pretende agotar lo que narra pero no lo agota, lo funda para la novela y para su lector.

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Vox fue descripta por la crítica como una novela «tediosa», La fermata (1994) fue considerada «repulsiva», Checkpoint (2004), «escoria», Humo humano (2008), «infantil»: el desencuentro entre Nicholson Baker y la crítica literaria se remonta a su primera novela, de la que el crítico del New York Times Robert Plunket dijo que no tenía «ni historia, ni argumento, ni conflicto». (A pesar de lo cual, la crítica era positiva.) La entreplanta sí los tiene, sin embargo, aunque estos no salten y hagan morisquetas frente al lector como desearía el crítico distraído: en algún sentido, su argumento es el de la fundación de una sensibilidad y la experiencia de asistir a ella. Se trata de una experiencia tan cautivante como la que, como admitió Baker en la entrevista de The Paris Review, tuvo lugar durante su escritura: «Fue totalmente absorbente, la sensación de estar hundido en medio de un estanque grande, tibio, casi inmanejable. Podía percibir cómo todas esas notas que tenía, todas esas observaciones que había guardado para usar alguna vez, se acomodaban finalmente relacionándose unas con otras. En algún lugar del capítulo tres, pensé, “Dios mío, ¡es un verdadero capítulo!” Y más tarde llegué al capítulo ocho y algunas cosas habían sucedido: no había ocurrido mucho, pero algo había ocurrido». Qué le pasó a Baker en ese punto, y qué le pasará con él a quien lea este libro, puede y tal vez deba ser omitido aquí para dar paso al ejercicio de entrega absoluta por parte del lector que la narrativa del escritor norteamericano compensa ejemplarmente, al «and yes I said yes I will Yes» de Molly Bloom sin el cual, en cierto sentido, no hay literatura posible; pero la conclusión del ejercicio sí merece ser mencionada, y se encuentra en El antólogo (2009), otra de las novelas del autor de La entreplanta: «Uno necesita el arte para amar la vida».

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