Los que obedecen y los que desobedecen

Prólogo

Título: «Obligación impuesta» y «Wondrak» | Autor: Stefan Zweig | Traductor: Roberto Bravo de la Varga | Editorial Acantilado | Nº de páginas:144 | Encuadernación: Tapa blanda | ISBN: 9788419036926 | Año de edición: 2024 | ESPAÑA | Prólogo: Patricio Pron

«¿Te han llamado al consulado?», pregunta ella. «Sí», responde él. «¿Y vas a ir?». El joven pintor y su esposa están almorzando, en su casa, frente al lago de Zurich; consiguieron escapar, posiblemente de Alemania, unos meses atrás y ya no sufren las gravosas obligaciones que un país en guerra impone a sus ciudadanos. La situación podría parecer sencilla; en un punto, casi idílica. Pero la pregunta de Paula no es en absoluto inocente ni tiene una respuesta fácil. Unos minutos atrás, los colores de la paleta le parecían a Ferdinand «fango y sangre», «le hacían pensar en pus y en heridas». Ahora, se siente incapaz de continuar comiendo. La pregunta de si va a acatar la orden de presentarse a las autoridades y aceptará ser enviado a la guerra es una que ni el propio pintor puede responder. Ferdinand no puede seguir tragando, simplemente.

Al igual que sus personajes, Stefan Zweig estaba refugiado en Suiza cuando entre la primavera y el verano de 1918 escribió «Obligación impuesta», cuyo título provisional era «Der Refractair», el desertor; como ellos, vivía en las proximidades del lago de Zurich y se oponía a la guerra: había sido declarado no apto para el servicio militar activo pero, al mismo tiempo, se lo había obligado a trabajar como propagandista en el departamento de prensa del Ministerio de Guerra austrohúngaro, puesto del que consiguió liberarse finalmente en marzo de 1918, cuando se le permitió instalarse en Zurich como corresponsal del Neue Freie Presse. Pero las semejanzas entre Zweig y Ferdinand, el protagonista de «Obligación impuesta», terminan allí. Zweig no parece haber dudado nunca de sus convicciones —por ejemplo la de que, como se nos dice en ese relato, su antigua patria «no significaba para él más que prisión y confinamiento forzoso. El extranjero, eso era para él su patria universal; Europa, la humanidad»—, y Ferdinand, en cambio, sólo tiene dudas: se debate entre obedecer y desobedecer, entre su convencimiento de que no debe contribuir a la tragedia europea y la que siente como una obligación hacia su país de origen, instilada en él a lo largo de su vida por las instituciones y esencial para sus ideas acerca de sí mismo y del mundo.

Ruzena Sedlak, por contra, parece carecer de todo concepto de sí misma; expulsada por su fealdad física del mundo —incluso del que conforma el pequeño pueblo en el sur de Bohemia con el que comercia en ocasiones—, hija de apestados, víctima de una violación y de humillaciones recurrentes que ni siquiera alcanza a comprender, Ruzena, llamada «la Calavera», no tiene fuerzas para odiar a las personas, «pero tampoco el deseo de amarlas». Y sin embargo, una voluntad y una energía extraordinarias se apoderan de ella cuando decide impedir que su hijo sea enviado a la guerra. Ruzena acepta la existencia de un orden —consistente en autoridades y personas que sólo afirman cumplir con su deber— que se aparta radicalmente del mundo en el que ella vive, pero no está dispuesta a que ese orden sesgue una vida que no se propuso dar, pero que dio y le pertenece a ella, no a esos libros en el ayuntamiento en los que, como se nos dice, «si el burgomaestre, el Estado, anota un nombre en uno de esos estúpidos libros, desde ese instante, un pedazo de su persona les pertenece a ellos»; esconde en el bosque a su hijo, pero éste se delata y la mujer no consigue entender que el oficial que dirige la partida que captura al hijo es inaccesible a sus ruegos porque está «envuelto en un halo intangible de poder» que se manifiesta en su uniforme. Se trata del conflicto habitual entre dos clases de personas; unas —como Ruzena y Karel, el hijo— están desposeídas de todo y otras revisten de autoridad esa desposesión; el conflicto entre ambas suele resolverse en beneficio de los que se describe en «Obligación impuesta» como «tratantes de caballos», los verdaderos responsables de «la indignidad del hombre de su época y la esclavitud en la que Europa ha caído»: lo que vincula a unas y otras no es la conciencia de esa desposesión sino el miedo, que reduce al hijo, a Ferdinand y a otros personajes de estos relatos en la parálisis y en el silencio; los convierte, en palabras de Ferdinand, en «seres desgarrados, contraídos, surcados por el espantos y el horror».

Zweig nunca terminó «Wondrak», un relato que, dado su rechazo abierto a la guerra, su autor parece haber considerado impublicable incluso mientras trabajaba en él, en enero de 1915[1]. Knut Beck, el editor de la correspondencia, los diarios y la obra completa de Zweig, lo descubrió entre sus papeles y lo publicó en 1990 junto a «Obligación impuesta» —que había visto la luz en 1920 en una edición con un puñado de grabados del artista visual y activista belga Frans Masereel— con el título de «dos relatos contra la guerra». Su final, inconcluso, ofrece un importante contraste con el de «Obligación impuesta», en el que la contemplación de los sobrevivientes de la guerra —más aún, de quienes fueron o son «el enemigo»— se erige en una epifanía para Ferdinand y determina el fin de sus dudas; pese a ello, ambos relatos se completan y se iluminan mutuamente. Por supuesto, el estilo lírico y descriptivo de Zweig —y su tendencia a cierto romanticismo potencialmente kitsch— está presente en los dos, pero también el rechazo vehemente a la guerra, a todas ellas, que, en última instancia, condujo al autor y a su segunda esposa al callejón sin salida de Petrópolis, donde ambos se quitaron la vida en febrero de 1942, deseosos de escapar de otra tragedia europea, esta vez incluso de mayor alcance, y más difícil de entender, que la de la guerra que denuncian estos relatos.

«Todo el mundo tiene que ir, lo dice en la hoja. Y todos han ido», intenta razonar el hijo de Ruzena. «No quiero, no hay nada en mí que quiera ir», admite Ferdinand; sin embargo, agrega: «Pero iré contra mi voluntad. Eso es precisamente lo terrible de su poder, que uno los sirve contra su voluntad, contra sus convicciones. Si por lo menos a uno le quedase la voluntad…, pero en cuanto tiene una hoja como ésa en las manos, la voluntad huye de él. Obedece. Es un colegial: el profesor llama, uno se levanta y tiembla». Bertolt Brecht abordó en 1930 el mismo problema de conciencia que presenta aquí Zweig cuando adaptó una pieza del teatro nō japonés del siglo XV para preguntarse hasta qué punto se debe sacrificar una persona por la perpetuación de la comunidad a la que pertenece. «El consentidor y el disentidor», la pieza de Brecht, postula que la aceptación acrítica de las normas y valores de una sociedad puede destruirnos al tiempo que destruye la sociedad que cree estar destinada a preservar. Pese a su enfoque en sujetos inviduales —Ruzena, Ferdinand, Wondrak, Paula, el hijo…—, Zweig viene a decir algo similar en estos relatos: allí donde se exige la pérdida de la vida en nombre de la identidad personal y el país de origen se pone de manifiesto que esa identidad y todas las ideas de patria son una cárcel de la que es necesario liberarse. «No dejaré que me arrebaten nada por un pedazo de papel, no reconoceré ninguna ley que lleve al asesinato. No inclinaré la cerviz por razón de la autoridad», le dice Paula a Ferdinand, y añade: «Yo también sé lo que significa la patria, pero además me doy cuenta de en qué se ha convertido hoy: asesinato y esclavitud. Se puede pertenecer a un pueblo, pero cuando los pueblos se vuelven locos, no hay por qué seguirlos. Si para ellos no eres más que una cifra, un número, una herramienta, carne de cañón, yo todavía te siento como un hombre vivo, y no consentiré que te lleven». Pero Ferdinand duda, y esta duda le otorga una dimensión infrecuente para un personaje literario al tiempo que nos lo hace singularmente próximo.

«¿Quién sigue siendo libre hoy en día?», se pregunta el pintor. Quienes vivimos otras guerras —y fuimos protegidos por el ala del ángel de la Historia, que el huracán empuja de espaldas hacia el progreso, según Walter Benjamin— podemos sentir «una infinita compasión por todos aquellos […] en la oscuridad» sin sentir la «infinita nostalgia» que hace que Ferdinand desee «ligarse a ellos y a su destino». No importa cuándo alguien lea este libro: para entonces, como en este momento, millones de personas en Europa y en otros lugares estarán habitando el mundo en guerra que describió Zweig y, como sus personajes, tendrán que tomar la decisión de si desean pelear por su país o por un propósito más noble y duradero. ¿Puede la literatura ayudarlos a comprender esa decisión? Es posible que sí, y que estos relatos sean una prueba de esa potencia de la ficción —una más de ellas—de iluminar un mundo al tiempo que lo crea para nosotros. «Ellos son más fuertes que todos, son los más fuertes del mundo entero», sostiene Ferdinand; sin embargo, Paula conoce el origen de su fuerza: «Mientras os apartéis para esquivar el golpe y prefiráis escapar de entre sus dedos en lugar de darles en el corazón, seréis siervos y no mereceréis nada mejor. Uno no se puede rebajar a arrastrarse cuando es un hombre; ha de decir “no”, ése es el único deber de hoy y no el de dejarse llevar al matadero». Como escribió el gran filósofo moral español Andrés Rábago, alias El Roto y Ops, «Si cavas lo suficiente, siempre aparece alguna patria». Pero nuestro deber es permanecer intelectual y emocionalmente vivos incluso bajo los escombros de la Historia.

[1] En la entrada correspondiente al 4 de ese mes de sus Diarios, que Acantilado publicó en traducción de Teresa Ruiz Rosas en 2021, Zweig escribió, junto a la referencia a «Wondrak», la frase «Lo único que es posible hacer en estos tiempos es encerrarse en uno mismo».

 

Patricio Pron

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