Codin / Panait Istrati

Prólogo / novela

Panait Istrati | Codin Trad. Sol Kliczkowski | Madrid: Libros de la Ballena, 2013 | Pp. VII-XV

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Al igual que muchos otros escritores de izquierdas, Panait Istrati fue invitado por las autoridades de la Unión Soviética a visitar el país en 1928; a diferencia de muchos otros escritores de izquierdas, se deshizo de sus acompañantes. Lo que el autor rumano vio durante esa segunda etapa de su viaje lo llevó a publicar al año siguiente Rusia al desnudo, un libro coescrito con Boris Souvarine y Victor Serge en el que narraba aquello que hoy sabemos la realidad indisputable de la Unión Soviética del período y que entonces sólo era un rumor: la burocratización del país, las purgas inmotivadas, las deyecciones y el mantenimiento de buena parte de la población en un embrutecimiento que la desposeía de todo, incluyendo los medios de subsistencia. Que Istrati sea notablemente menos conocido y leído de lo que la calidad de su obra literaria merece se debe principalmente a Rusia al desnudo y a la campaña de descrédito que tuvo lugar tras su publicación, en el marco de la cual el autor fue acusado por una parte importante de la intelectualidad francesa de dotar de argumentos a los enemigos del comunismo publicando lo que fue considerado un panfleto contrarrevolucionario.

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Panait Istrati había nacido el 11 de agosto de 1884 en la localidad rumana de Brăila; su madre era lavandera y su padre era un contrabandista griego de tabaco al que el futuro escritor no llegó a conocer. Abandonó la escuela primaria, dejó su casa a los doce años de edad, ejerció oficios diversos —camarero, aprendiz de pastelero, albañil, cerrajero, aserrador, mecánico, jornalero, criado, pintor de carteles, periodista, fotógrafo ambulante, mozo de cuerda, criador de cerdos, corrector de pruebas en una editorial, estibador, calderero—, adquirió lo que a menudo se denomina «conciencia de clase», participó de la lucha sindical de su tiempo, colaboró con periódicos rumanos de izquierdas como Viaţa Socială y Adevărul, salió «a ver el mundo» —una urgencia que sienten la mayor parte de los personajes de El pescador de esponjas, las «páginas autobiográficas» que Libros de la Ballena publicó en 2011—, aprendió francés durante una estancia en un sanatorio para tuberculosos en la localidad suiza de Sylvana-sur-Lausanne, continuó viajando —Bucarest, Estambul, Alejandría, El Cairo, Nápoles, París, Beirut, Damasco, Medina, Jerusalén, Atenas, Roma, Florencia, Pisa, Marsella, Niza—, se casó tres o cuatro veces —Catalina Palescu, Etna St. Gheorghiu, Anna Munsch, Margareta Izescu—, sobrevivió a un intento de suicidio, publicó Kyra Kyralina con un prólogo de Romain Rolland, que se convirtió en su protector y lo llamó «el Máximo Gorki de los Balcanes», escribió relatos para Clarté, el periódico que dirigían Henri Barbusse y el propio Rolland, accedió a la celebridad literaria, publicó otros libros, viajó a la Unión Soviética, escribió Rusia al desnudo adelantándose casi treinta años a la desestalinización que se produciría en la Unión Soviética a partir de 1956 y en siete años a la ruptura que André Gide llevó a cabo con Regreso de la URSS (1936), tuvo que dejar Francia, coqueteó con el fascismo rumano —de hecho, sus últimos textos fueron publicados en la prensa afín a la fascista Guardia de Hierro, aunque no existe ninguna certeza de que Istrati compartiese sus ideas—, murió el 16 de abril de 1935 en Bucarest.

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Antes de que esto último sucediera, y durante el período de su celebridad literaria, Istrati —a quien Vicente Blasco Ibáñez dijo saber, en el prólogo a la primera edición española de Kyra Kyralina, «de la misma familia que Gorki y Jack London»— publicó unos diecisiete libros, doce de los cuales forman parte del ciclo denominado «Memorias de Adrián Zograffi»: la ya mencionada Kyra Kyralina (1923), El tío Ánghel (1924), Los aiducs (1925), Domnitza de Snagov (1926), Mijail (1927), El pescador de esponjas (1930) y los inéditos en español La maison Thüringer (1933), Le bureau de placement (1933), Méditerranée: Lever du soleil (1934) y Méditerranée: Coucher du soleil (1935). Codin pertenece también a ese ciclo: su protagonista es el propio Adrián Zograffi —un heterónimo de su autor, de quien este dijo, en su prólogo a la edición de Kyra Kyralina: «Encuentra su escuela en donde puede»—, y su tema, su amistad con tres hombres: un familiar violento y alcohólico cuya vida no es «sino una especie de esclavitud disfrazada de libertad» ya que «todo el producto de su trabajo es absorbido por las deudas», Kir Nicolás, el pastelero albanés tiranizado por su esposa tuberculosa que es humillado y explotado por sus vecinos por su condición de extranjero, y un estibador del puerto llamado Codin con una visión personal de la justicia y de la amistad.

Aquí la palabra clave es «amistad», pero su significado es ambiguo: al igual que los de El pescador de esponjas, los personajes de Codin entablan relaciones caracterizadas por un aspecto tan homoerótico como el que distingue la «amistad» de Adrián con Kir Nicolás, a quien el primero describe con «la cabeza descubierta, el torso desnudo, la cara abrasada, sus brazos musculosos y su busto cuadrado […] arrebatados» y la de Codin con Alexe, «mucho más joven que su amigo y de una belleza insulsa, desprovista de virilidad», que acaba traicionándolo, al igual que la de Codin con un hombre al que mató y del que afirma que «Era guapo como Alexe pero fuerte y generoso. Ambos teníamos diecisiete años. ¡Ay, hermanito Adrian! ¡El amor entre hombres es un gran milagro! Cuando recibí por primera vez un beso suyo de amistad, el mundo cambió de color.»

El carácter homoerótico de estos vínculos es tan explícito que el lector solo puede preguntarse cómo pudo pasar desapercibido a los lectores de una época menos tolerante hacia las sexualidades alternativas que la nuestra. Véase por ejemplo el siguiente párrafo, que narra el momento en que Adrián y Codin se convierten en «hermanos de sangre»: « Rio muy fuerte y, mientras sus ojos me miraban fijamente, sentí una pequeña quemadura a lo largo y a lo ancho de mi carne. Las manos de Codin volvieron a caer temblorosas. Su labio inferior también se puso a temblar. Nuestros ojos se dirigieron a la herida: una cruz asimétrica que sangraba ligeramente. Se quedó mirándola, azorado. Luego su cabeza se inclinó hacia mi brazo, sus labios succionaron, y su calor me hizo daño…»

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Naturalmente, no basta que un autor sea homosexual —al parecer, Istrati no lo fue— para que su obra esté imbuida de ese carácter; tampoco que los personajes lo sean: si existe algo que podemos llamar «una literatura homosexual», esta es el resultado de la siempre compleja relación entre lo que un texto dice, lo que no dice y lo que el lector cree que dice. No es una relación simple, pero de allí se derivan sus efectos. Exista «una literatura homosexual» o no, lo cierto es que tal vez se deba incluir a Codin en ella; aunque su participación en esa hipotética serie de textos resulta menos evidente que la que se debe hacer de la obra en el ámbito de la literatura política, al que pertenece de forma explícita —y, si acaso, un poco ingenua— como parte de una cierta «literatura del proletariado» cuyos principales autores en francés —el idioma que Istrati escogió para escribir todas sus obras, incluyendo Codin— fueron Jules Vallès, Henry Poulaille y Eugène Dabit y, más tarde, Michel Ragon y Benigno Cacérès.

Aunque el autor sostiene que «el destino del hombre no es otra cosa que su propia personalidad, y se manifiesta desde la cuna» de tal forma que «en vano se pretende que el medio social influya y modele el ser humano: lo cierto es que no cambia nada», tanto Dumitru como Codin y Kir Nicolás saben y actúan en consonancia con su convencimiento de que, a raíz del «medio social» en el que se encuentran, y como afirma el pastelero albanés, «nadie quiere ayudar al hombre nacido bueno a seguir siendo bueno, y menos aún ayudar a volverse bueno a aquel que no tuvo la fortuna de serlo al nacer»; todos estos hombres que alternan «entre un trabajo penoso y unas diversiones terribles» dan cuenta de la imposibilidad de actuar correctamente en los márgenes de la sociedad, ya que la desposesión en la que viven por habitar esos márgenes los fuerza a escoger entre delinquir y aceptar lo que en un relato de El pescador de esponjas Istrati llama «la esclavitud comprendida entre el cuchitril propio y el trabajo»: Dimitri roba cañas para mantenerse y culpa de su desgracia al propietario de las tierras donde roba, que no necesita las cañas pero persigue a quienes las explotan; Codin lleva hasta las últimas consecuencias su concepción del honor y se agazapa para matar; Kir Nicolás bebe para no recordar el hecho de que es insultado por sus vecinos y robado por los soldados. Al igual que estos últimos, todos los personajes de Istrati pueden decir que «¡Aunque un hombre entre con buenas intenciones en esta fábrica de desdichas, sale de aquí envilecido!», y ni siquiera la realización de obras de caridad —como en el caso de Nedelea, la anciana abuela del narrador, Kir Nicolás y, a su manera, también Codin— ofrece redención alguna. La suya es una bondad incomprendida y que no espera nada a cambio, que resulta de una toma de posición ética que se diferencia, y en ocasiones se contrapone, a la moral dominante —como si quienes poseen y los desposeídos habitasen en sitios distantes entre sí y en tiempos remotos unos de otros; como si, por decirlo de alguna forma, hablasen lenguas diferentes— y adquiere la forma de una rebeldía sorda contra la familia, contra la domesticación de la mano de obra, contra las instituciones que recortan la libertad del individuo, contra todo tipo de autoridad instituida.

En varios pasajes de Codin la idealización de los espacios naturales sirve de contraposición a una esfera urbana especialmente decadente, que el autor narra con la vehemencia y los trazos expresionistas que son lo más notable de su estilo junto con la adopción de algunas de las características del cuento tradicional rumano —su brevedad, su sencillez, su uso del estereotipo, su resolución demorada— y a una escritura directa que surge de la necesidad de dar cuenta de experiencias también directas del sufrimiento y la injusticia. (Su renuncia a la retórica literaria de la época convierte a Istrati en una especie de «anti» Marcel Proust y lo diferencia de autores populares en su época como Theodor Fontane, Stefan Zweig e incluso Romain Rolland.) A pesar de ello, también en ese espacio natural se reproducen las injusticias y los crímenes que resultan de la pobreza y la marginalidad de los protagonistas, de tal forma que, en uno de los relatos de El pescador de esponjas, el narrador afirma: «Cerré los ojos para protegerlos del sol y, también, para no ver la crudeza de la vida». Panait Istrati, por cierto, nunca los cerró mucho rato, sin embargo.

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Aunque rompió con la Unión Soviética —lo que tal vez sea un detalle menor—, Istrati siempre creyó en la necesidad de luchar por un sitio donde los trabajadores sean los dueños de los medios de producción y donde la justicia y la igualdad sean algo más que el mero andamiaje retórico con el que se apuntalan los cimientos de una nueva desigualdad: si afirmar que era precisamente una nueva desigualdad lo que se estaba creando en la Unión Soviética le granjeó la enemistad de quienes lo habían celebrado inicialmente, la razón por la que Istrati no fue rehabilitado a partir de esa fecha se debe a que Rusia al desnudo desarticula la versión de acuerdo a la cual el apoyo de buena parte de los intelectuales franceses a la Unión Soviética se debió a su desconocimiento de la represión estalinista y, por consiguiente, fue —aunque errada— históricamente justificable. Rusia al desnudo demuestra que no puede hablarse de desconocimiento de las condiciones de vida en el caso de los intelectuales franceses y su relación con el comunismo soviético, y eso hace que su autor sea tan incómodo hoy como lo fue en su momento.

A pesar de ello, y sin que importe demasiado qué haya pensado Istrati al respecto, su obra todavía es política, y no solo porque su autor lo deseara —a menudo, la distancia entre lo que un escritor desea que su obra diga y lo que esta dice realmente es abrumadora— sino porque aún puede ser usada de forma política. «La revolución de uno solo por la negativa de adhesión a todo» que Istrati consideraba su programa literario y vital todavía parece necesaria —más aún, parece imprescindible— seguir buscando ese sitio donde los trabajadores sean los dueños de los medios de producción y donde la justicia y la igualdad sean una realidad para todos incluso aunque, como descubrió penosamente el escritor rumano, los paraísos soñados no tienen lugar bajo nuestros cielos. Codin señala que la existencia individual es el resultado de las condiciones materiales de vida del individuo y que los crímenes que este comete siempre son colectivos. No es un recordatorio poco relevante en estos tiempos en los que, por cierto, con el aumento de la pobreza, regresan a Europa las enfermedades que, como el cólera y la tuberculosis, acabaron con los personajes de este libro y con su autor.

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