Ficha técnica

Título: Una puta mierda | Editorial: El Cuenco de Plata | | ISBN: 978-987-1228-41-6 | Formato: Tapa blanda con solapa | Páginas: 128 | Fecha publicación: 05/2007 | PVP: -  | País: Argentina

“La sospecha y la incertidumbre son los temas principales de mi generación literaria. Un día alguien escribirá las otras cosas de la guerra de Malvinas de las que yo nada digo aquí: las maestras que nos mentían, los padres asustados que nos mentían, la prensa imbécil que nos mentía. Quien lo haga, en  particular si es de mi edad, sabrá que aquella guerra fue para nosotros una victoria secreta porque trajo a nuestras vidas la mentira y el engaño, que son las únicas herramientas de un escritor.” Patricio Pron

 “La obra de Pron es algo más que un nuevo intento de establecer la aporía cuyos términos son la conciencia del fin de la literatura y la necesidad de seguir escribiendo. Es también una apuesta a que debe existir un escape, un camino nuevo en un terreno donde cada centímetro parece haber sido explorado.” Quintín

La crítica ha dicho

“Contra los discursos patrióticos, contra la exaltación todavía vigente de la guerra de Malvinas como gesta y pérdida nacional […], desde la distancia que brinda su condición extraterritorial, Patricio Pron (Rosario, 1975) ha escrito una obra que (sobre todo) carga contra las mentiras colectivas perpetuadas por la ausencia de espíritu crítico.»  ABC (España)

“Pron permite releer a Fogwill. Si éste era la microeconomía de la supervivencia, del trueque y del patrón oro, Pron es la macroeconomía de la guerra contemporánea: es la máquina capitalista financiera funcionando a pleno, desorganizando el sistema de representación. […] Aquí la lengua salta por los aires, los referentes se desquician, se extravía la nominación.” Ezequiel Alemián, Perfil (Argentina)

“Una fábula negrísima que sucede en unas islas sin nombre […] y hace de la espera en los pozos de zorro un drama beckettiano, y de la improvisación, la inexperiencia y la lucha por la supervivencia, una tragicomedia grotesca. Una bomba pende sobre la cabeza de los soldados durante toda la novela; nadie sabe dónde, por qué y contra quién pelea; y hasta los favores de las kelpers y la autoría de las muertes se trafican en un comercio que no distingue banderas. Los soldados llevan nombres extraños con los que Pron mezcla tradiciones, homenajes, géneros o simples caprichos −Moreira, Sorgenfrei, Mirabeaux, Copi, O’Brien, el Nuevo Periodista, Alexander Dobler−, y hablan un español ibérico que enrarece aún más el clima de esa ‘guerra rara’ en la que ‘todo era una puta mierda’. Como en el resto de sus ficciones, Pron escribe en la lengua de la ‘madre patria’, un insulto a los deberes patrióticos del exiliado para con su verbo raigal, el dialecto argentino, que en el escenario de nacionalismo exaltado de la guerra es una declaración de principios. La patria para Pron es la pútrida patria  de Sebald o el anti-Heimat de Thomas Bernhard, y Malvinas, el destilado monstruoso de un nacionalismo malsano, refugio de los sinvergüenzas.” Graciela Speranza

Algunas páginas

Una de las primeras cosas que sucedió aquel día fue que estalló una bomba a mi lado y fue como si la tierra y el cielo hubieran sido dados vuelta de repente y una estuviera sobre el otro y los dos cayeran sobre mi cabeza y que cuando pude levantarme vi que uno de los tipos que estaba en mi compañía, uno al que llamaban Sorgenfrei porque ese parecía ser su apellido, se había puesto de pie y miraba hacia adelante, llevándose una mano a la frente a modo de visera pese a que aún estaba oscuro. Miré a mi alrededor y vi un montón de cuerpos echados en el suelo de la trinchera, sobre la nieve, y miré un instante más y entonces los cuerpos comenzaron a moverse. Un obús estalló unos metros más adelante y nos cubrió de barro, y un tipo rubio que estaba a mi lado se quitó el casco y empezó a limpiarlo cuidadosamente con un pañuelo que tenía bordadas unas iniciales. Yo me quedé mirando esas iniciales como aturdido. “No te preocupes”, escuché que gritaba en dirección a mí. “Es sólo el bombardeo de las siete. En diez minutos estaremos desayunando”. “¿Quién eres?”, grité en su dirección tratando de que el otro me escuchara pese a las explosiones. “Morin, encantado”, dijo estirando una mano en mi dirección, y yo se la estreché. “¡No! ¡Dios mío! ¡No!”, oí que alguien gritaba. Miré hacia adelante y vi que Sorgenfrei seguía de pie buscando algo en un bolsillo de su chaqueta. “¡Mi Dios! ¡Bájate de ahí!”, escuché gritar a Moreira pero Sorgenfrei, que no parecía enterarse de lo que el otro le rogaba, había encontrado por fin sus anteojos y trataba de ver a través del humo y del barro que levantaban las bombas, dando pequeños saltitos para elevarse sobre los túmulos de tierra que rodeaban las trincheras. “No creo que sobreviva si continúa haciendo eso”, apuntó Morin guardándose el pañuelo en el bolsillo. “¡Me cago en Dios!”, gritó O’Brien, que se había quedado detrás nuestro agazapado en un pozo de zorro. Entonces comenzó a aullar y yo recordé que, un tiempo atrás, el Teniente Clemente S nos había dicho que los soldados no gritaban por miedo, sino porque sabían que los muertos no gritan y querían comprobar que aún estaban vivos, así que yo también comencé a aullar con todas mis fuerzas, pero entonces O’Brien dejó de hacerlo y me dijo, levantando la cabeza: “¡Es el final!”. “Unos seis minutos más y habremos terminado por hoy”, dijo Morin mirando un reloj que llevaba. “¡Sorgenfrei! ¡Sorgenfrei!”, gritaba Moreira mientras se arrastraba por el barro en dirección a él. “¡Te van a matar!”, Sorgenfrei hizo un gesto de desdén con la mano y siguió mirando hacia adelante. “No pasa nada”, dijo. Una nueva explosión nos sacudió como si fuéramos fósforos en una caja medio vacía. “¡Por favor! ¡Vuelve! ¡Te lo ruego!”, gritó Moreira escupiendo barro y nieve; se puso de pie y alzó los brazos en dirección a Sorgenfrei pero entonces apareció el Teniente Clemente S que lo agarró por la cintura y lo arrastró de nuevo a la trinchera. “¡Sois unos imbéciles! ¡Os van a matar a ambos!”, le gritó dándole dos cachetadas. “No son maneras”, dijo a sus espaldas Mirabeaux y le descargó la culata de su fusil en la nuca. El Teniente Clemente S cayó al suelo y Moreira lo miró un instante mientras se acomodaba el casco sobre la cabeza y después gritó: “¡Sorgenfrei, bájate de ahí! ¡Están tirando con todo!”. “¡Te van a matar!”, se sumó Mirabeaux, que aún llevaba agarrado el fusil del revés. Nuevamente estalló algo cerca nuestro y no pude entender lo que dijo a continuación. “No insistáis. No tiene sentido”, escuché que decía O’Brien desde el fondo. En ese momento Sorgenfrei se dio la vuelta en dirección a nosotros y dijo: “No pasa nada. ¿No os dais cuenta de que no me disparan a mí?”. Moreira se quedó un instante sin saber qué responder. “¡No seas imbécil!”, dijo Mirabeaux, “¡Te van a llenar de agujeros!”. “¡Mi Dios!”, gritó O’Brien y luego estalló una andanada de obuses que detuvieron nuestros gritos durante un rato. En el momento en que se disipó la cortina de barro y nieve que caía sobre nosotros vi que Sorgenfrei seguía de pie delante nuestro y nos miraba. “¡Vuelve aquí!”, le gritó Moreira una vez más. Moreira era un tipo de aspecto apacible que antes de la guerra había trabajado con su padre cultivando flores, así que en ningún sitio debía parecer tan fuera de lugar como en medio de un bombardeo. “No pasa nada”, le dijo Sorgenfrei como si se dirigiera a un niño. “No me disparan a mí. Yo no les he hecho nada. No tienen nada contra mí”. “Mi Dios”, balbuceó O’Brien metido en su agujero. “Me habían dicho que eras ateo”, escuché que decía Morin dándose la vuelta para mirarlo. “Lo era hasta que llegué aquí”, respondió O’Brien asomándose de su agujero. “¿Me podría repetir lo que acaba de decir? Se lo agradecería mucho”, gritó el Nuevo Periodista en dirección a O’Brien, pero este no le respondió. “¡Nos van a matar a todos!”, gritó en nuestra dirección; su cabeza rubia era la única que permanecía cuerda en esas circunstancias. “¡No hay de qué preocuparse!”, respondió Sorgenfrei en dirección al hueco en el que se escondía O’Brien. “¡Están muy lejos todavía!” “¡Dios mío!” gimió Mirabeaux tirado en el suelo de la trinchera. “¿Puedes agacharte por favor?”, rogó prácticamente sin esperanzas. “Eso no tiene sentido. No tienen nada conmigo”, repitió Sorgenfrei un poco irritado; a su alrededor las ráfagas de ametralladora abrían surcos que él miraba con inocencia. “¡Nos van a matar! ¡Nunca saldremos de este puto agujero!”, gritó O’Brien. “¡Haced callar a ese imbécil!”, gritó el Teniente Clemente S mientras se incorporaba tomándose la nuca. Quise preguntarle a Morin por qué creía que al bombardeo sólo le quedaban unos minutos pero en ese momento uno de los nuestros saltó de las trincheras y comenzó a correr en dirección a la tierra de nadie. Un soldado que no pertenecía a nuestra compañía se acercó y me preguntó: “¿Eres de los nuestros?”. “¿Quiénes son los nuestros?”, pregunté yo a mi turno, pero en ese momento el soldado cayó sobre mí y al echarlo a un costado vi que me había cubierto de sangre.

Reseñas
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