G.K. Chesterton / Bienvenidos a los Estados Unidos: Seis aeropuertos y un prólogo

Prólogo

Gilbert K. Chesterton | Lo que vi en América | Trad. Victoria León | Ciudad de México: Almadía y Dirección General de Publicaciones, 2016 | pp. 7-21

John F. Kennedy International Airport

Quizás sea de utilidad al viajero a los Estados Unidos el saber que las preguntas absurdas que se le exige que responda a su ingreso al país —«¿Alguna vez fue arrestado o declarado culpable por un delito o crimen que involucre depravación moral o una violación respecto de una sustancia controlada?»,  «¿Padece usted una enfermedad contagiosa o un desorden físico o mental o es consumidor o adicto a alguna droga?», «¿Está tratando de entrar para participar en actividades criminales o inmorales?», etcétera— ya existían, con un sesgo ligeramente distinto, en 1921, cuando Gilbert K. Chesterton visitó los Estados Unidos y experimentó una perplejidad similar. Se trataba, y se trata aún hoy, de una paradoja —si lo que se nos pregunta no es verdad, no hay nada que responder; y si es verdad, es mejor no hacerlo—, y, en ese sentido, no es sorprendente que Chesterton haya decidido comenzar el relato de «lo que vio en América» con esa paradoja: por una parte, porque el autor de El candor del Padre Brown fue el campeón absoluto de la paradoja en la literatura inglesa de su época; por otra parte, porque la tribulación que las preguntas de la oficina estadounidense de inmigraciones continúa induciendo a los viajeros a ese país está estrechamente relacionada con la cuestión de la verdad y con lo que todo aquel que no se haya criado en los Estados Unidos sólo puede concebir como un apego delirante —absolutamente insensato, pero también dotado de un candor incómodo— a la verdad y a la convicción de que las personas dirán la verdad incluso aunque esto las perjudique. Se trata, en algún sentido, de una confianza en las personas que no es de este mundo, y que constituye, si se trata —como sucede a menudo— del primer contacto del viajero con los Estados Unidos, una bienvenida desconcertante. «Mientras consideramos a los hombres en abstracto, como desnudas figuras de un friso clásico afanadas en su labor […] estamos pensando en su verdad fundamental», afirma el autor de este libro, y agrega: «Yendo a contemplar sus usos y costumbres ajenas, en cambio, estamos invitando al hombre a ocultarse tras fantásticos disfraces y máscaras». A esta afirmación programática, Chesterton la incluye al comienzo del libro, cuando su sorpresa ante las preguntas que se le formulan al ingresar a los Estados Unidos  —«¿Es usted un anarquista?», «¿Está a favor de subvertir el gobierno de los Estados Unidos por la fuerza?», «¿Es usted polígamo?»— le permiten recordar o recordarnos un hecho bien conocido por sus lectores: que el autor de Ortodoxia combatió esos «fantásticos disfraces y máscaras» a lo largo de toda su vida, para lo que se vio obligado a conocerlos en detalle.

O’Hare International Airport

«Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron, según el rito de la Iglesia anglicana, en la pequeña iglesia de St. George», escribió en su Autobiografía. A los doce años Chesterton era pagano, y agnóstico a los dieciséis, pero en 1922 se convirtió al catolicismo, lo que llevó a que se le acusase de adherir a «dogmas anticuados». (Muy en su línea, Chesterton respondió que esas acusaciones ratificaban lo acertado de su elección, ya que «los credos heréticos son los que mueren y sólo los dogmas razonables viven lo suficiente para que se los llame anticuados».) Nunca se tomó el trabajo de darse una educación formal, pero fue un lector disciplinado y heterodoxo; estuvo en contra de la guerra anglo-bóer y a favor de la Primera Guerra Mundial, lo que decepcionó por igual tanto a pacifistas como a partidarios de la intervención británica en los asuntos internacionales; fue un polemista extraordinario y temible, pero algo desconcertante para quien esté habituado a sus homólogos contemporáneos, ya que, a su enorme inteligencia, Chesterton sumaba un deseo honesto de poner a prueba sus ideas y no tenía problemas en cambiar de opinión si se lo convencía de ello. Una parte considerable de sus esfuerzos como polemista —él hubiese dicho «periodista», que le parecía una profesión más próxima a sus intereses que la de escritor; de hecho, hacia el final de su vida su opinión sobre la ficción que había escrito era esencialmente negativa— estuvo dirigida a recordar a la clase política británica sus deberes para con los menos favorecidos, y, en ese sentido, es notable, aunque perfectamente consecuente con la trayectoria del autor, que en Lo que vi en América su interés se concentre de forma destacada en los estadounidenses menos afortunados: los excluidos, los inmigrantes los afroamericanos. (Su rechazo a la prohibición de vender bebidas alcohólicas vigente en los Estados Unidos entre 1920 y 1933 no se basa, por ejemplo, en una consideración de tipo moral, sino en la observación de que sólo afecta a los pobres.) A lo largo de su vida, sus enemigos fueron los materialistas, los idealistas, los escépticos, los místicos, los evolucionistas, los relativistas, los anarquistas, los optimistas, los pesimistas, los socialistas, los adherentes al pragmatismo, al colectivismo y al concepto nietzscheano de voluntad, los patriotas y quienes creen en el progreso económico sin costo moral: a todos ellos los acusó en Ortodoxia (1908) de ir«camino de la nada y del manicomio, pues la locura puede definirse como el uso de la actividad mental para alcanzar la impotencia mental, y ellos casi la han alcanzado». Volvió a Estados Unidos en 1930 y a esa visita también la sucedió un libro de impresiones, Sidelights on New London and Newer York (1932), pero su lectura pone de manifiesto que sus opiniones sobre el Gran País del Norte ya estaban completamente formadas en 1922, cuando, unos quince años antes de su muerte, que tuvo lugar en 1936, publicó Lo que vi en América.

Los Angeles International Airport

Pero, ¿qué vio Chesterton en América en realidad? Vio un país que, a diferencia de lo que se dice habitualmente, no fue fundado por lo que llama «paladines de la libertad religiosa», sino más bien por personas que, en su opinión, «habrían muerto heroicamente en el tormento antes que tolerar cualquier clase de libertad religiosa»; una nación cuya Declaración de Independencia es «política teórica y también gran literatura»; un país al que la heterogeneidad de su población habría restado carácter de no producirse lo que el autor llama su «americanización»; un entusiasmo manifiesto en el desarrollo de la personalidad individual, paradójicamente acompañado por la estandarización de los espacios —restaurantes, plantas de hotel, bañeras, trenes, etcétera—; una pasión excesiva por las bebidas heladas; el auge de los deportes modernos; el gregarismo; una escasez de pudor alarmante desde la perspectiva de un inglés; la omnipresencia de la publicidad —«sólo a una generación de hombres muy bobos, sentimentales y bastante serviles podría influirles», afirma; equivocándose, por supuesto—; la persecución del beneficio individual en detrimento del interés colectivo; el conflicto entre el «ideal democrático» del país y la tendencia a «un progreso industrial que es lo más antidemocrático que pueda haber en el mundo»; las modas; los centros comerciales; las diferencias entre el humor británico y el estadounidense; la agresividad, fingida o real, de la prensa de ese país; el surgimiento de un movimiento feminista al que se opuso; la impuntualidad de sus ciudadanos; un sistema político que otorga al presidente los poderes de un rey —al tiempo que, como observa, en las monarquías constitucionales se priva al rey «incluso de los poderes de un presidente»—; vio a Henry Ford —«un hombre capaz de albergar puntos de vista que a mí se me antojan absurdos hasta el extremo del desvarío», lo definió—; ratificó su convicción de que «la esclavitud y el comercio con negros habrían sido el gran crimen y catástrofe de la historia americana»; comprobó las realidades de clase en torno al tema de la Prohibición —sobre la que insistió: «Decir que un hombre tiene derecho a voto pero no voz para elegir su cena es como decir que tiene derecho a su sombrero pero no a su cabeza»—; constató el hecho de que algunos puestos de relevancia en la banca y en los negocios correspondían a estadounidenses judíos, lo que le indujo unas reflexiones que todavía son objeto de debate por el antisemitismo que parecen rezumar; vio, finalmente, una «gran democracia […] manifiestamente hostil a la idea democrática» debido a que «cada uno de sus motores […] se ha convertido en un motor de opresión e incluso de opresión de clase. Su Parlamento libre se ha convertido en una oligarquía. Su prensa libre se ha convertido en un monopolio. Si la pura Iglesia se ha corrompido en el transcurso de dos mil años, ¿qué se puede decir de esa pura República que ha degenerado en una repugnante plutocracia en menos de un siglo?».

LaGuardia Airport

Lo que vi en América es un libro singular, en la medida en que, a diferencia de lo que sucede habitualmente en obras de su naturaleza, en él no hay hechos sin interpretación ni hay interpretación sin un proceso intelectual que a menudo tiene lugar en la página, ante los ojos asombrados del lector; de hecho, a lo largo de todo el libro Chesterton parece enfrentarse a sus ideas más queridas como si estuviese en guerra consigo mismo y no fuese el maestro de esgrima con el que alguna vez se lo comparó sino el conductor de un tanque de guerra que se propusiese arrollar a otro tanquista, borrarlo literalmente de la faz de la tierra. Su libro es una metódica destrucción de la idea de Estados Unidos como nación «joven» —«la auténtica cualidad de América», afirma, «es mucho más sutil y compleja, y en ella se mezclan no sólo el bien y el mal, lo racional y lo místico, sino también lo viejo y lo nuevo»—, un esfuerzo por rectificar la imagen negativa de ese país que Charles Dickens, el novelista inglés más influyente de los últimos cien años, había acuñado en su novela Martin Chuzzlewit (1844) y una contribución a los esfuerzos por corregir «la mala comprensión de América por parte de los ingleses, que también se basa, como en todos los casos, en su mala comprensión de la propia Inglaterra», como afirmó. En ese sentido, Lo que vi en América es tanto un libro sobre el Gran País del Norte como una obra acerca de la Inglaterra de la época de Chesterton, cuyo pecado habría sido, como sostuvo el autor de El hombre que fue Jueves, la imitación de las peores prácticas y tendencias estadounidenses. «Tenemos mucho que aprender de América; pero sólo escuchamos a esos americanos que aún tienen que aprenderlas también», afirma. Lo que vi en América es, por ello, un esfuerzo por que sus conciudadanos adoptasen de los Estados Unidos aquello que, en su opinión, estos más necesitaban, como «la presencia espiritual de una clase campesina» que creara su propia cultura y sus bienes simbólicos, y que el autor creyó encontrar, al menos en potencia, en las comunidades agrícolas del Medio Oeste americano. «La gran República Americana alberga diversidades muy considerables, y de estas diversidades pude ver una parte demasiado pequeña como para permitirme generalizar», advierte Chesterton a sus lectores; pero lo sorprendente no es que, habiendo visto lo que llama «una parte demasiado pequeña» del país, haya creído poder entender algo, sino el hecho de que efectivamente lo entendió, su excepcional comprensión y la clarividencia con la que comprendió todo lo visto, así como el hecho de que algunas de las observaciones que hizo acerca de los Estados Unidos siguen siendo, al igual que las realizadas sobre Inglaterra en este mismo libro, perfectamente adecuadas aún hoy.

Charles M. Schulz–Sonoma County Airport

A su excepcional capacidad de observación y a la convicción y al entusiasmo con el que Chesterton pensó estas cuestiones, Lo que vi en América le debe, en ese sentido, el que sea tal vez su rasgo más saliente, la desconcertante actualidad de muchas de sus ideas. «Tanto en Inglaterra como en América la persona normal es la persona nacional; e insisto en que está haciéndose cada vez más nacional», «El acortamiento de las distancias parece bastante susceptible, hasta donde alcanza tal argumentación, de facilitar más bien la interminable guerra de guerrilla»; «Los hombres han de abandonar su patriotismo o morir a manos de la ciencia»; «Aquellos que han sido americanizados son americanos, y muy patrióticamente americanos. Pero aquellos que no han sido nacionalizados de ese modo no se han internacionalizado en absoluto»; «La misma atmósfera americana que permite la Prohibición permite que la gente sea castigada por besarse. […] Hay una atmósfera americana que tal vez algún día conducirá a que se dispare a alguien por estrechar una mano o se condene a la horca por escribir una tarjeta postal». Chesterton, cuyos enemigos fueron siempre el sometimiento de la dignidad humana al imperativo económico, la acumulación desmedida de riqueza, el excesivo celo en el beneficio personal y la imposición de las ideas de nación y país por encima de la de comunidad, vio en Estados Unidos el surgimiento de lo que denominó el «Estado servil», que sería «servil en el único sentido racional y fidedigno posible; esto es, el de un acuerdo mediante el cual a una masa de hombres se le asegura protección y sustento a cambio de estar sujetos a una ley que les obliga al trabajo»: si su libro todavía importa es porque el recrudecimiento de la violencia racial y económica en ese país —durante su viaje le pareció evidente «que la línea ya no separa al negro y al blanco, sino al rico y al pobre»; o, se podría decir, al negro pobre del blanco pobre y del blanco rico, lo que equivale a decir que no tiene sentido pensar en los conflictos raciales sin tener en cuenta la dimensión económica que los enardece—, el movimiento Black Lives Matter, el ascenso político de Donald Trump con sus fantasías de amurallar las fronteras y restaurar un cierto orden, el desempleo, la destrucción de la cultura material y del sentido de pertenencia de la clase obrera, la subordinación del gobierno a los intereses económicos, al punto incluso de provocar guerras como la de Irak en su beneficio, la fetichización del término «democracia» y su uso para legitimar políticas contrarias a la opinión de las mayorías, el temor con el que se vive en numerosos sitios de Estados Unidos a todo aquello que es distinto, anómalo, diferente desde el punto de vista racial o religioso, la imposibilidad material de desarmar a unos ciudadanos que consideran la posesión de armas un derecho inalienable, la desprotección de los menos favorecidos ante las catástrofes climáticas como el Katrina, los impedimentos médicos y la manipulación de la prensa tienen todos su origen en los fenómenos y tendencias que Chesterton apreció en su viaje y narró en Lo que vi en América. Ninguno de sus contemporáneos fue tan perspicaz, y Simon Leys da en el clavo al preguntarse, en un ensayo dedicado al autor de La nueva Jerusalén,  «¿cuántos comentarios sociales de [George] Bernard Shaw o H.G. Wells resisten aún un análisis en profundidad?». Muy pocos, por supuesto; los de Chesterton, en cambio, resisten con la perseverancia de los acantilados.

Dallas Love Field Airport

«El mundo habría sido muy diferente si América hubiera sido diferente», admite el autor en uno de los pasajes del libro: que lo mismo pueda decirse hoy, y que pueda decirse —con temor y con esperanza— pensando en el futuro, ratifican la naturaleza profética de este libro. Al igual que Oscar Wilde —con quien guarda unas similitudes posiblemente indeseadas por ambos—, como Virginia Woolf, a la manera de George Bernard Shaw, Chesterton constituyó una anomalía en un panorama que, como afirmó en alguna ocasión, se parecía a «la monótona elegancia del estampado de un papel mural»: una escena literaria inane, barata, susceptible de llenarse de humedades y acabar desprendiéndose. Chesterton aspiraba a que lo que veía como «el dolorido gris verdoso de la penumbra estética en la que ahora vivimos» no fuese en realidad «el gris de la muerte, sino el del amanecer», pero se requerirían décadas y al menos dos guerras mundiales para que Inglaterra produjese algo de un color más atractivo que el «gris verdoso» de la época en la que Chesterton vivió: pero si la década de 1960 en la que esto sucedió comenzó, como se dijo alguna vez, en blanco y negro y terminó en color, fue gracias a cuatro jóvenes de la ciudad de Liverpool imbuidos del mismo ímpetu desacralizador y piadosamente cómico con el que Chesterton sedujo e irritó a partes iguales a la sociedad de su época. Como recuerda Simon Leys, «la excentricidad barroca de sus imágenes indujo a críticos superficiales a pasar por alto la profundidad y la seriedad de su pensamiento, y se le acusó sin cesar de ser frívolo»; la respuesta del autor de Herejes se encuentra en este libro allí donde admite la existencia de dos tipos de cosas, «la clase de cosas que un hombre tiene derecho a disfrutar como un chiste y la clase de cosas que un hombre tiene el deber de comprender y respetar, pues se trata de la explicación del chiste». Chesterton dio cuenta del primer tipo de cosas, pero profundizó también en el segundo: «el camino de la amistad internacional», afirmó «no es otro que el de la verdadera comprensión de los chistes. Y, en cierto sentido, el de tomarse en serio los chistes». Quizás hubiese afirmado, con aquellos jóvenes de Liverpool que se apropiaron al menos parcialmente de su legado, que todo lo que necesitamos es amor. Ante la objeción habitual a su trabajo, Chesterton respondió en otra parte: «Mis críticos piensan que no soy serio, sino sólo divertido, porque creen que divertido es lo contrario de serio. Pero divertido es lo contrario de aburrido y nada más. Que un hombre decida contar la verdad en frases largas o en chistes breves es análogo a que decida contar la verdad en francés o en alemán». No importa en qué idioma: Chesterton siempre combatió el aburrimiento, y siempre creyó necesario conocer la verdad para alcanzar la salvación. Muy pocos extranjeros han escrito con tanta inteligencia sobre la verdad profunda, esencial, de un país ni sobre esa perplejidad permanente que son los Estados Unidos de América, incluso, y a menudo, para sí mismos.

 

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