María Tolosa es una madre excesiva. Docenas de hijos en la soledad de La Pampa, cada uno hablando una lengua distinta, hasta la extenuación. La ahogada anónima descubre el mundo de pasiones, indiferencias y –humedades que vive –o muere– bajo la superficie. Los padres distantes y los peces extintos se cruzan en vastos lotes vacíos donde algún día remoto respirará la felicidad.
Patricio Pron está intrigado por el mundo, que corporiza en personajes de nombres comunes o extraños, sin negarse el placer de homenajear a algunos de sus maestros. Consigue intrigar en cada cuento a partir de situaciones cotidianas que se vuelven extrañas, o de delirios aparentes que revelan su coherencia secreta al desplegarse. La suma da como resultado algo muy escaso: un nuevo narrador de insólita seguridad y complejidad en la literatura argentina.
La crítica ha dicho
“Si los cuentos tan extraños como amenazadores de El vuelo magnífico de la noche […] funcionan, en ocasiones, como miniaturas poderosas, no se debe únicamente a la laboriosa perfección formal que suele alcanzar el escritor, sino a una múltiple vivacidad de metáforas de lo real que superan el simple reflejo.” Guillermo Saccomanno, Página 12 (Argentina)
“Los relatos de Patricio Pron pertenecen a esa tradición sin nombre que se propone referir lo asombroso como algo habitual, y cuyos mayores escritores en nuestra lengua son los uruguayos Felisberto Hernández y Mario Levrero.” Pablo de Santis, La Nación (Argentina)
Algunas páginas
LOS HUÉRFANOS
Para Graciela Hinny
Lobos, Azul, Chacabuco. Quien los observa en el mapa sólo ve manchas, puntos que no significan nada sobre superficies que pueden ser marrones o blancas y son igualmente inimaginables. Quien ha estado en esos pueblos alguna vez recuerda quizás la aguja de una iglesia recortándose contra el cielo azul, unas casas apiñándose en una calle que sube o unos niños jugando con un balón hecho de trapos. Quien haya visitado estos pueblos muchas veces, sin embargo, puede tal vez recordarlo todo y nada a la vez, recordar que en alguno de estas poblaciones vivió María Tolosa, Tolosa de apellido, que él la buscó y no pudo encontrarla y que sus hijos, que fueron muchos, la abandonaron y se fueron hablando sus idiomas, como si fueran huérfanos, como santos o como locos, por toda Argentina, como si hubieran sido paridas por alguna lengua muerta.
Según creo, María Tolosa nació en la provincia de Buenos Aires, en la antigua campaña, en algún momento del siglo XIX, tal vez cerca de 1830 o 1840. En Lobos varias personas me dijeron que había nacido allí, en una casa que fue abandonada cuando estalló una peste o tal vez durante la guerra. En Pergamino y en Los Cerros me dijeron lo mismo pero señalaron otras casas y otros sucesos. En Tapalqué oí la misma historia y, sin dudarlo, creí todas las versiones, la de Tapalqué y las anteriores, porque pensé, por una parte, que nadie puede equivocarse tanto y, por la otra, que esta historia es múltiple y su sustancia, su sentido de ser, es la variación. Es la historia de una persona perdida, pensé: le corresponde la distancia y la repetición del eco del sonido que se difunde por la pampa y después de un instante ya no le pertenece a uno sino a la llanura, que se lo lleva y lo multiplica. Esta historia es menos que un susurro, es apenas su eco, pensé también. Es la historia de María Tolosa y sus hijos.
El primero que tuvo la sorprendió y durante un tiempo le pareció inexplicable, ya que por entonces todo lo relacionado con el amor y sus trabajos le resultaba desconocido, algo que sólo podía intuir vagamente pero que era suave y luminoso como el sol de invierno, y como él daba calor cuando más se lo necesitaba. Quizás fue en invierno también, cuando llegaron al pueblo unos jinetes con un arreo, con sus ropas más vistosas y su promesa de otros pueblos y de otras ciudades que las jóvenes bebían de sus ojos. No quiso que las comadronas la aliviaran de su peso o quizás estas no pudieron, pero finalmente, y esto es lo que importa, María Tolosa parió un niño en una jornada agotadora en la que casi muere desangrada.
El niño creció y comenzó a hablar, ante la indiferencia de su madre, en una variación gutural del polaco registrada en las cercanías de Lodz muchos años después por un lingüista. María Tolosa no se dió cuenta de la excentricidad del hablar de su hijo sino hasta que las vecinas se lo advirtieron, porque entre ambos la comunicación no revestía problemas. En su desconcierto, María Tolosa creyó que la extravagancia del hijo provenía de su padre ―aunque el padre fuera en realidad un campesino de lo más normal de un pueblo de allí cerca― o se debía a las circunstancias particulares de su concepción, pero agradeció íntimamente el poder entender lo que su hijo decía como si ese don compensase, de alguna manera, lo que se le había arrebatado al niño, una lengua que lo acercase a los hombres y no lo hiciese un extraño entre sus vecinos.
María Tolosa se prometió, secretamente, no volver a ceder al deseo frente a los extraños, negarse a los trastornos amorosos que se repitieran, ampliados, como un castigo sobre su primer niño. Naturalmente, fue una promesa vana, como suelen serlo las promesas de los jóvenes y de los espíritus inocentes. El siguiente hijo habló al crecer un catalán gutural propio de la Seu d’Urgell, un catalán que parecía excavado de la roca del Pirineo. El padre del niño, un cuchillero que se había instalado algunos meses atrás en el pueblo, creyó al niño el producto de una infidelidad y se marchó sin que nadie volviera a verlo. María estaba por entonces embarazada de su tercer hijo y, aunque procuró enmendar en lo posible los desaciertos que pudiera haber cometido en la educación de los anteriores, el tercer hijo, irremediablemente, creció hablando en un latín contaminado como el que tal vez se hablase en Castulo o en Astigi o en Hispalis, hace tanto tiempo ya que los años, al precipitarse hasta el presente, lo hacen en torbellinos.
Escuchar a aquel niño hablar en latín, que sonaba a liturgia y a calzada romana y a condenación, inquietó a las vecinas del pueblo más que los otros idiomas y éstas hicieron traer un sacerdote desde La Plata para que oficiara un exorcismo. El cura, un hombre pálido que se protegía del sol brutal con un sombrero rojo y se tapaba continuamente la boca y la nariz con un pañuelo, arrojó cantidades de agua bendita sobre los niños sucios y desdentados de María Tolosa, que se acurrucaban temerosos en el fondo de la casucha miserable. En algún momento de la ceremonia, el tercero balbuceó clemencia en latín y el cura detuvo las imprecaciones y el baño. Estuvo dando vueltas por las pocas calles del pueblo durante cuatro días ―cuando alguien le veía solía mirar hacia otro lado, como si así no fueran a reconocerlo― pero al quinto pareció dar el asunto por zanjado y dijo a todos que esos niños eran ángeles enviados por Dios, los dos primeros para difundir su palabra entre las bestias ―las únicas que podían hablar idiomas que sonaban de manera tan horrible, dijo― y el tercero para convertirse en Papa de Roma. María Tolosa escuchó la explicación en silencio y maldijo silenciosamente a sus dos primeros hijos, se estiró y beso la mano roñosa del que sería Papa. El niño se quitó los dedos de la nariz y sonrió.
A partir de ese momento no fue extraño ver a los niños rodeados por el cura pálido del sombrero rojo gritando en polaco y en catalán a las vacas. Los animales los miraban atónitos y luego retornaban al pacer y al fornicar, que eran sus actividades cotidianas, sin que parecieran comprender una palabra, pero el cura estaba orgulloso de esta evangelización de las bestias que parecía llenar un vacío en la ortodoxia, y fabricaba hostias y se las introducía en el hocico ante la alegría de los niños.
Sin embargo, el sacerdote acabó marchándose asqueado por las costumbres familiares y del pueblo cuando María Tolosa reveló el embarazo de su cuarto hijo. El niño habló el alemán con un horrible acento de Weimar y resultó con el tiempo el más extraño de entre ellos puesto que, mientras los otros, pese a no hablar el mismo idioma, podían comunicarse mediante un lenguaje de señas y miradas, un lenguaje que era solamente sus formas, el niño que hablaba alemán se negaba a participar de cualquier juego antes de que las reglas le fueran explicadas en su idioma. El niño que hablaba polaco y el que hablaba catalán ―el que hablaba latín se había marchado con el sacerdote para ser Papa en Roma― solían tomarle el pelo, pero guardaban un silencio respetuoso, y a menudo parecían llorar, cuando el niño que hablaba alemán cantaba algo.
En algún sentido, esos niños eran un milagro. El quinto, concebido con un vecino que no se avino a darle su apellido pese a que todo el pueblo conocía su paternidad, habló una variante del persa que fue recogida en Samarkanda poco antes de la invasión mongola de 1220. María Tolosa, que lo desconocía todo sobre Irán y nunca había visto un persa, indagó si el vecino tenía algún pariente de esa nacionalidad, se avino a introducirse de nuevo en su casa, una choza prácticamente, para poder, cuando el hombre dormitaba satisfecho, revisar sus cosas en busca de un objeto que se refiriera, aunque fuera tangencialmente, a Irán. No encontró nada excepto una bolsa de dátiles pero de esa excursión nació un sexto hijo.
Eso fue cuando el primero se echó al monte con unos gauchos que vivían del contrabando. María Tolosa lo esperó inútilmente, comprendió en las horas muertas de su sexto embarazo que todos sus hijos se volvían adultos antes que los otros niños, y por eso mismo se marchaban antes. Era como si el aislamiento en su idioma los amargara y los predispusiera antes que a los otros a las eventualidades de la soledad a la que estaban condenados.
El sexto hijo murió a los pocos días de nacer pero María juró en el velorio que había abierto los ojos y hablado, y que el idioma en el que había hablado era griego. En el medio de la habitación iluminada con velas en la que habían dispuesto el pequeño cajón y al niño, que parecía estar durmiendo, María repitió ante los ojos aburridos de los concurrentes las supuestas palabras del niño, recitó sin saberlo la elegía fúnebre de Aquiles a Patroclo en un griego arcaico de Emporion y de Calpe y de Ampurias.
La muerte prematura del sexto hijo dejó a María Tolosa un idioma huérfano, que hablaba pero con el que no podía comunicarse con nadie, y en ese momento comprendió por fin cuán grande era la soledad que sus hijos sentían, cuán brutal la indiferencia de quienes no podían comprenderlos, y abandonó por un tiempo la gozosa disposición con la que hasta entonces había traído huérfanos al mundo.
Eso fue poco antes de que su historia se conociera en Buenos Aires. Eran los años del centenario, y el presidente Julio Argentino Roca, o alguien en su nombre, envió un delegado para que le diera a María una medalla y se sacara una fotografía junto a ella. En ese momento María Tolosa parecía una justificación del proyecto inmigratorio que alentaba infortunadamente el gobierno, y aquel delegado le prometió una casa mejor y una pensión de las que nunca supo nada.
En adelante, y hasta su muerte, María Tolosa siguió teniendo hijos que hablaban en lenguas, preguntándose si su vientre estaba maldito y escribiendo cartas al presidente. En su vejez, creía que aún era Roca, que nada había cambiado desde 1910 y que Roca seguía gobernando tal como ella lo había imaginado en aquel entonces, subido a un caballo de bronce en medio de una plaza. María Tolosa escribía reclamando la pensión que le habían prometido, pidiendo justicia y tal vez consuelo y un trato digno. No es difícil rastrear en esas cartas la evolución de sus lenguas. En los originales, que se conservan en la sección de miscelánea de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, se suceden el dialecto vizcaíno del vasco, el hebreo, el mallorquín, el piamontés, el portugués contaminado que aún algunos hablan en Badajoz, el ruso, el alto navarro septentrional, el indostano, el rosellonés, el bávaro, el croata, el gaélico, el bretón, el gallego que se habla en Finisterre, allí donde todo termina, la lengua provenzal que conocemos gracias a los trovadores, el polaco ―algunos suponen que en ese punto la mujer desvariaba y repetía lenguajes y dialectos de hijos pasados― y el italiano. Nadie leyó nunca esas cartas, pero todas fueron debidamente clasificadas y olvidadas en un depósito.
Escribió más de seiscientas en las que hablaba siempre de lo mismo, que sus hijos crecían y se iban, que no quedaba nadie en el pueblo con el que ella hubiera jugado de niña, que ella pronto se moriría sin la pensión que le habían prometido y que quizás eso fuera lo mejor porque su vientre estaba maldito y sólo paría huérfanos que se perdían por la pampa sin hablar otra lengua que la del desamparo.
En 1953, por último, uno de sus hijos habló una versión relativamente contemporánea del francés. María volvió a escribir otra carta al presidente, pero esta vez la carta fue leída por un asesor de Juan Domingo Perón que sí comprendía el francés y al que le interesaban los enigmas. En un primer momento, pensó que la historia era imaginaria, pero investigó en periódicos viejos ―María Tolosa mencionaba el asunto de la medalla de 1910― y comprobó que era cierta. Entonces le pareció una gran idea rescatar a esa anciana que seguía pariendo hijos en el medio de la pampa, devolverle la pensión que los gobiernos posteriores nunca le habían dado y convertirla en un símbolo de una Argentina nueva.
El asesor aquel habló con Perón y éste se entusiasmó. Él mismo visitó Pergamino con una comitiva numerosa pero allí se encontró con que nadie conocía a la mujer. En los siguientes dos años la siguió buscando con la obstinación que sólo puede tener un hijo ilegítimo por encontrar una filiación posible. Mandó cientos de policías de paisano a que recorrieran la provincia de Buenos Aires en su búsqueda. En los pueblos dispersos por los cañadones y los montes todo el mundo los reconocía, vestidos siempre con un traje marrón y cubierto de polvo, comiendo malamente en las fondas que encontraban a su paso y preguntando si conocían por allí a una vieja que tenía más de cien años y seguía pariendo hijos que hablaban en otras lenguas. Muchos no la conocían, y decían francamente que no sabían de quién hablaba, pero otros, que conocían a María Tolosa, también decían que no, que no la conocían, que no sabían a quién se refería, que no habían escuchado nunca hablar de ella, porque desconocían qué podía querer Perón con ella. En Los Hornos me mostraron la maleta de uno de esos investigadores, negra y pequeña, que el investigador se había dejado allí cuando cayó el gobierno. En su interior había una camisa, el recorte de un periódico con una noticia sobre el triunfo del equipo de fútbol del barrio de Lanús, en Buenos Aires, y una lista con nombres de pueblos, en su mayoría tachados.
Finalmente, poco antes de los bombardeos a la Plaza de Mayo de junio de 1955, alguien encontró a María Tolosa cerca de Los Cerros. Enterado de la noticia, Perón descuidó todo, desoyó los informes sobre la revuelta que se gestaba en la provincia de Córdoba, no prestó ninguna atención a las sugerencias de sus colaboradores que repetían invariablemente algunos nombres y grados, y entre ellos los de Rojas y Lonardi, que, por lo demás, le parecían a Perón demasiado bajos para tener cualquier trascendencia política, y se marchó en un tren a ver a María Tolosa.
Al llegar a Los Cerros apenas encontró una casucha en ruinas, miserable y abandonada. Mientras una banda traída especialmente para la ocasión desgranaba la Marcha Peronista y la gente se despertaba de la siesta a los gritos, Perón entró en una habitación y vio a María Tolosa muerta en un charco de sangre. Estaba todavía caliente y a sus pies había un bebé que, ya sin fuerzas para llorar, gimoteaba ahogándose en la sangre. A Perón esto le pareció un signo, pero no tuvo fuerzas para comprender su significado. Estuvo todavía un rato así, sentado en una silla rota que sólo conservaba tres patas y pensando. Luego el bebé dejó de gimotear en su lenguaje imposible y Perón salió a la claridad deslumbrante de la tarde.
En la pampa muchos conocen esta historia pero le dan significados diferentes. Niegan el capítulo de la conversión de las vacas, argumentan que Calpe nunca existió o sostienen que el niño que se llevó el sacerdote era, por equivocación, el que hablaba polaco. En esta versión, una serie de coincidencias plausibles lo convierten efectivamente en el Papa de Roma. Existen también las versiones que niegan la búsqueda de Perón y se la atribuyen a Hipólito Yrigoyen, a José Félix Uriburu o a algún otro de los presidentes intermedios. Finalmente hay quienes creen ver en ella una metáfora imperfecta del país y de sus trastornos. Es plausible que haya otras versiones que nunca conoceremos, repetidas en dialectos invariables, en idiomas que suenan solitarios como una música incomprensible en las montañas o en las planicies o junto al mar, en cualquiera de las regiones de eso que se llama Argentina y que para María Tolosa no era más que una mancha en un mapa que alguien le había mostrado alguna vez, un nombre y quizás también un misterio.
Reseñas