«No juzgues la guerra en términos de belleza. De hecho, es como las personas: debe ser bella por dentro porque por fuera es demasiado fea.»
Una bomba queda suspendida del cielo y se resiste a caer. Unos soldados exhaustos y hambrientos miran hacia arriba y se preguntan si todas las guerras son así. No saben quién es el enemigo ni dónde está, pero siguen caminando en sueños, como sonámbulos, luchando por un trozo de tierra que no pertenece a nadie, defendiendo un país que flota sobre un subsuelo de miseria y corrupción.
No hay nada normal ni previsible en Nosotros caminamos en sueños, la versión corregida y ampliada de la novela en la que Patricio Pron contó «no lo que realmente sucedió o pudo haber sucedido, sino lo que sucedió efectivamente, aunque sólo en la imaginación infantil» del autor, que tenía seis años de edad cuando estalló la guerra entre Argentina y Gran Bretaña. Nosotros caminamos en sueños habla de ese enfrentamiento, pero el verdadero tema de esta novela cómica es qué sucede cuando se mata en nombre del nacionalismo, qué pasa cuando el sentido común deja lugar a la cobardía y a la estupidez disfrazadas de patriotismo. La de Pron es una visión satírica de todas las guerras, un relato (habitado simultáneamente por los espíritus afines de Samuel Beckett, César Aira, Martin Amis y Fogwill) que sólo toma como prisionero al lector.
La crítica ha dicho
“El narrador no juega a la autoficción que tan bien empleó Javier Cercas en Soldados de Salamina, ni a la enumeración monstruosa del Bolaño de 2666. Su estrategia es, en cambio, más compleja y más sencilla: sumerge al lector directamente en un sofocante ejercicio de supresión de la realidad y la lógica.”
Luis Enrique Forero, Revista Vísperas (España)
Algunas páginas
Morin se llevaba del brazo al chatarrero en dirección a su puesto de intendencia cuando hizo su entrada el ayudante del Capitán Mayor, el Principal Capitán: se trataba, sin dudas, de una guerra rara, aunque yo creía haber leído algo similar en algún sitio. El ayudante era un tipo delgado y amarillento, de aspecto nervioso, que parecía a punto de romper algo y tenía la mirada de quien ya lo ha roto: se detuvo en seco y nos observó correr de un lado a otro de nuestras posiciones tratando de esquivar la bomba y luego miró hacia arriba y vio la bomba y palideció. Entonces entró el Capitán Mayor, al que precedía un estómago abultado que parecía a punto de desgarrar los botones de su chaqueta: el Capitán Mayor era un ejemplar militar rollizo y enérgico, una especie de enorme embutido dispuesto a estallar de ira, y tal vez de otras formas, en cualquier momento; de lejos su aspecto era el de una enorme tienda de campaña flotante que se deslizase pesadamente sobre el fango, pero era en la proximidad cuando uno podía hacerse una idea de su tamaño: cuando lo tenías cerca parecía realmente gordo –Whitelocke iba a decir después que parecía un Frankenstein de segunda selección o un golem confeccionado por un rabino con problemas oculares–, y el Sargento Clemente S, que se apresuró a saludarlo a la manera militar llevándose la mano a la que Mirabeaux llamaba la parte menos usada de su anatomía, que era la cabeza, nos ordenó que formásemos y fue a su encuentro. «Mayor Mayor», dijo a modo de saludo, pero el Principal Capitán lo corrigió rápidamente: «Capitán Mayor». «Lo siento —se disculpó el Sargento—: Muchas gracias por su corrección, Mayor Capitán». «Principal Capitán», lo corrigió el Capitán Mayor. «Exacto, Capitán», respondió nerviosamente el Sargento Clemente S, pero el Principal Capitán insistió: «No, sargento. El nombre del Capitán es Capitán Mayor». «No hablaba de él», respondió el Sargento. Los tres se miraron un instante y al final el Capitán Mayor ordenó que lo olvidaran. «Personalmente —comenzó a decir—, y si quieren saber mi opinión, siento un profundo desagrado hacia las personas que recurren a innecesarios circunloquios, así que, seré breve. En mi condición de jefe de las tropas destacadas en las islas he venido a condecorar al soldado que heroicamente se expuso al fuego enemigo hace unos minutos.» «No hablará de Sorgenfrei», murmuró al oído el Sargento Clemente S al Principal Capitán; Sorgenfrei, que había saltado dentro de las trincheras tan pronto como había terminado el bombardeo y se encontraba contando distraídamente los botones de su uniforme, los miró sin curiosidad. «No tengo idea», respondió en un susurro el Principal Capitán. «Este hombre nos ha dado un ejemplo de coraje al arriesgar su vida para obtener información sobre la posición del enemigo —continuó el Capitán Mayor mientras paseaba frente a la fila de soldados: se detuvo ante Sorgenfrei y le clavó una medalla en el pecho, le dio la mano y le preguntó—: ¿Hay algo que pueda hacer por usted, soldado?» Sorgenfrei se inclinó hasta casi tocar su oído. «Señor —dijo—, me gustaría que me permitiese traer a mi lobo marino. Es que lo echo de menos, y además se ha quedado con mi mochila.» El Capitán Mayor lo estudió atentamente. «¿Y qué me dice del Sargento Clemente S?», preguntó. «Ése, un particular», respondió Sorgenfrei. «En la primera oportunidad que se presente —prometió el Capitán Mayor— lo haré volar por los aires». «¿Hacia dónde?», preguntó Sorgenfrei sin asomo de malicia. «Capitán», quiso objetar el Sargento. «¿Sí?», contestaron al unísono el Capitán Mayor y el Principal Capitán. «Nada, señor», respondió el otro abatiendo la cabeza. El Capitán Mayor lo miró un segundo y comenzó a abandonar nuestras posiciones, pero entonces el soldado llamado Zinovy Rozhestvensky se adelantó un paso y dijo: «Quisiera presentar una queja, señor». «Yo también lo haría si fuera usted —respondió el Capitán Mayor observándolo, y preguntó—: ¿De qué se trata?» «Quisiera dejar constancia de mi desacuerdo con esta guerra, señor», dijo Zinovy Rozhestvensky. «¿Por qué, soldado?», quiso saber el Capitán Mayor. «¡Porque es peligrosa, señor! Usan armas de verdad, no de juguete. Quizá hasta usen también tanques y aviones. ¡Alguien puede salir lastimado! Mejor nos marchamos todos de aquí de inmediato», propuso. «¡Pero si no ha estado en la guerra ni un día!», dijo el Capitán Mayor. «¡Un día es más que suficiente! ¡Mejor me voy antes de que me maten!», respondió Zinovy Rozhestvensky. «No sea cobarde», le exigió el Principal Capitán. «No soy cobarde: soy alguien muy valiente que pasa horas muy bajas», le respondió el otro. «Es cierto, señor —terció el Sargento Clemente S—, se requiere mucha valentía para ser cobarde y éste no tiene ni un poco de ella». «¡Dios! ¡Deja de robar!», gritó alguien a nuestras espaldas. «Este hombre es víctima de un ataque de serbios», dijo enigmáticamente el Principal Capitán. «No somos malos, señor: sólo tenemos algunas dudas acerca de la justicia de nuestro reclamo», intervino Mirabeaux. «¡Dudas! ¡La duda es la jactancia de los intelectuales y la justicia es una ideología foránea! —bramó el Capitán Mayor retorciéndose—. ¡La justicia es Carlos Marx tratando de violar a nuestra patria! ¿Quiere usted que Carlos Marx viole a nuestra patria? ¿Que le hunda su pene mugriento? Mi amigo, la justicia de nuestro país consiste en tener las cárceles vacías.» «¡No hay presos en nuestro país! ¡Los arrojamos desde aviones, los tenemos en sitios escondidos y luego los enterramos sin nombres!», añadió con entusiasmo el Principal Capitán: el Capitán Mayor lo miró con irritación. «¿Quién le ha ordenado a usted que hable?», le preguntó. «Nadie, señor», se ruborizó el Principal Capitán. «Entonces no lo haga. Ni replique.» «No, señor.» «¿Qué es lo que está haciendo entonces?» «Está replicando, señor», terció el Sargento Clemente S, ansioso por agradar a su superior. El Principal Capitán quiso decir algo pero se contuvo en el último instante. «Usted —el Capitán Mayor señaló al Sargento—: castigue a este hombre. Y usted —señaló al Principal Capitán—, sepa que está degradado. —Un instante antes de marcharse, dándose la vuelta, nos dijo—: No olviden que tienen ustedes el privilegio de participar en una guerra inolvidable que no olvidarán nunca. ¡Mejor morir que perder el honor!» «El Capitán Mayor se las está arreglando para que nos sucedan ambas cosas», murmuró Mirabeaux y rompimos filas mientras veíamos al antiguo Principal Capitán, que seguía al Capitán Mayor tan delgado y amarillento como al principio; antes de perderse por completo tras sus pasos se había encarado con el soldado Zinovy Rozhestvensky y le había gritado: «Vaya inmediatamente a cortarse el camello». A mis espaldas Moreira, O’Brien y el soldado o la soldado llamado o llamada Bernabé Ferreyra discutían acerca del paisaje, y la opinión mayoritaria es que no era blanco; que era cualquier cosa menos blanco.
Reseñas