Trayéndolo todo de regreso a casa

Relatos

Ficha técnica

TítuloTrayéndolo todo de regreso a casa | EditorialEl Cuervo | ISBN978-99954-749-8-0  Formato: Tapa blanda con solapa | Páginas237 | Publicación2011 | País: Bolivia

El escritor argentino Patricio Pron comenzó a escribir en 1990. Algo más de veinte años después, El Cuervo publica una selección personal de sus relatos a razón de uno por año de actividad. Veinte relatos publicados originalmente en ediciones minúsculas y ya agotadas que documentan los primeros años de creación y de viajes, de desplazamientos y de literatura, de uno de los escritores más reconocibles de la literatura argentina contemporánea. Al igual que Bob Dylan, Patricio Pron trae de regreso sus relatos al sitio donde en alguna ocasión los concibió y a la que alguna vez fue su casa.

La crítica ha dicho

«Los relatos de Patricio Pron pertenecen a esa tradición sin nombre que se propone referir lo asombroso como algo habitual, y cuyos mayores escritores en nuestra lengua son los uruguayos Felisberto Hernández y Mario Levrero.» Pablo de Santis, La Nación

«Si los cuentos tan extraños como amenazadores de El vuelo magnífico de la noche […] funcionan, en ocasiones, como miniaturas poderosas, no se debe únicamente a la laboriosa perfección formal que suele alcanzar el escritor, sino a una múltiple vivacidad de metáforas de lo real que superan el simple reflejo.» Guillermo Saccomanno, Página 12

«Pron está a la altura del mejor Sebald, del primer Handke, se tutea con Bernhard y ha superado a la Jelinek […] No hay mayor placer que saludar a un joven maestro y decirle ‘¡Salve! Ahora nos toca aprender de ti’.» Félix de Azúa, El País

Algunas páginas

EL PERFECTO ADIÓS

El sol se colaba dentro del coche y hacía brillar la cabellera roja de la mujer del asiento delantero, que se disipaba en el viento en finas hebras; y, si el niño miraba el paisaje que parecía salvaje y misterioso en el resplandor de la tarde, ese paisaje parecía estar en llamas, como si el aire transparente pudiera incendiarse, desgarrarse en cicatrices rojas que abrían la carne del paisaje y lo incendiaban todo: las extensiones amarillas o verdes de trigo, las casas blanqueadas con cal, los molinos, los niños que caminaban al costado de la carretera, los perros.

El niño pestañeaba porque el cabello de la mujer del asiento delantero le entraba en los ojos, pero no apartaba el cabello ni dejaba de mirar, con una expresión entristecida, toda esa tierra incendiada. La mujer del cabello rojo se dio la vuelta y le sonrió, pero entonces el niño cayó sobre el asiento trasero y se refugió bajo el brazo sólido de la mujer llamada Ethel.

Ethel no tenía el cabello rojo sino negro, casi tan oscuro como algunas de las noches que habían pasado viajando; siempre hablaba con la boca vuelta de costado y, cuando el niño le preguntó por qué lo hacía, contó que una vez se le había paralizado la mitad del rostro. El niño no entendió la historia que contaba la mujer pero le gustó su manera de hablar, la mitad de ella en la conversación y la otra mitad en silencio, porque era como si Ethel fuera dos mujeres en una, y desde entonces comenzó a pasar todo el tiempo con ella.

Las dos mujeres hablaban poco. En algunas ocasiones, mientras viajaban, soltaban frases que nunca acababan y que no parecían estar dirigidas a nadie. Si el niño no estaba dormido se quedaba escuchando lo que decían y luego se pasaba los minutos siguientes tratando de memorizarlo. Ethel decía: “Acá estaba la otra vez cuando”, y se quedaba callada. “Sí”, respondía la otra mujer, y miraba un instante más el lugar que dejaban atrás. Entonces el niño comenzaba a repetirse la frase: “Acá estaba la otra vez cuando, sí… Acá estaba la otra vez cuando, sí…”, pero ni aún así la frase recuperaba su sentido; por el contrario, lo perdía completamente al enredársele y transformarse en sonidos sibilantes e incomprensibles, que el niño escuchaba en su cabeza hasta que volvía a quedarse dormido. A él las palabras se le confundían siempre; siempre, al menos, desde que su padre le había dicho que las palabras eran cosas engañosas en las que no hay que creer, artefactos sutiles que El Diablo usaba para revelarse. Una vez el padre le había dicho: “Sólo hay una palabra, La Palabra”, y el niño se había quedado, como cada vez que su padre hablaba, envuelto en un miedo profundo y reverente, en el entendimiento de que cualquier cosa que dijera, cualquier palabra que usara para explicar lo que le pasaba, el miedo que tenía dentro desde la muerte de la madre, hubiera sido una demostración de que El Diablo ya lo había capturado en sus redes de palabras.

Claro que el padre tampoco hablaba mucho; durante el viaje se pasaba las horas conduciendo el coche, pendulando las manos alrededor del volante como una marioneta. El niño solía echarle miradas furtivas, pero el padre nunca le dirigía la mirada; en las raras ocasiones en que hablaba, el padre miraba siempre hacia algún lugar que estaba unos centímetros atrás y sobre la cabeza del niño, como si este fuera demasiado pequeño y el padre no pudiera enfocar su vasta mirada en su figura minúscula, una hormiga bajo la pata del elefante dispuesto a dar un paso, o como si el padre no debiera mirar al hijo para no herirlo, para no lastimarlo con una mirada que, como había comprobado el niño en una ocasión, era tan fuerte como la luz de esos eclipses que sólo pueden ser vistos a través de muchas protecciones porque, de lo contrario, desgarran la vista.

Pero, si el padre no miraba al niño, si eludía su mirada por vergüenza o por temor a dañarlo, el niño lo miraba todo el tiempo. Apenas desviaba sus ojos pequeños para mirar el paisaje incendiándose en la cabellera de la mujer del asiento delantero o para mirar las dos mujeres que había en Ethel, pero el resto del tiempo permanecía con la vista fija en el padre, con la vocación de un entomólogo o de un cazador de tesoros. Para el hijo, el padre era un hombre enorme, aunque quizás la realidad fuera que el padre no era enorme sino que el hijo era demasiado pequeño. El padre parecía, en cierto modo, medido con una regla excepcional, como si hubiera sido hecho con una medida que pudiera estirarse hasta abarcarlo todo, completamente; para el hijo, era una excepción, una criatura extraña y a la vez familiar en su pequeña vida de niño; lo idolatraba como si supiera desde un principio que todos los hombres que conocería a lo largo de su vida, los hombres que irían y vendrían a lo largo de sus años posteriores, no podrían comparársele ni estar a la altura de la más inferior de las habilidades del padre. Cuando el niño pensaba en su padre, pensaba en cosas calientes, en mantas, en la brasa de un cigarrillo, en el sol, en fotografías quemándose, en una hoguera más alta que un hombre en una noche muy oscura.

Las mujeres habían aparecido al tercer día de viaje, cuando su padre aún seguía en silencio, mirando la carretera que se abría frente a ellos sin decir palabra y el hijo comenzaba a preguntarse adónde iban. El niño estaba tan intrigado por ese viaje al parecer hacia ninguna parte que, mientras atravesaban campos inundados y vacíos, campos habitados por pájaros de patas delgadas y vacas indiferentes, había empezado a recordar una y otra vez y otra el momento en que el padre lo había sacado de la casa y el viaje había comenzado.

Dos noches atrás, el padre había vuelto del astillero con los ojos enrojecidos, puestos como ascuas por la pintura que usaban para pintar los barcos. En otros tiempos, el niño había conocido los buques que el padre pintaba. Había ido una tarde al astillero con su madre y, aunque el recuerdo se empezaba a desdibujar en su cabeza, podía recordar la risa del padre, que reía mientras los ojos del niño enrojecían a causa de la pintura que flotaba en el aire, volviéndolos similares. Lo que pasó aquella noche él no podía saberlo. El padre había vuelto a la casa y había preparado algo de comer para él y para su hijo, que había puesto con destreza los platos sobre el mantel sucio; el mantel había sido blanco en otros tiempos pero ahora era amarillo, estaba pintado de manchas amarillas de la sopa que el padre cocinaba todas las noches, y era, así lo creía el niño, como la carta de un restaurante en donde están escritas todas las recetas y todos los platos; aunque el único plato de ese restaurante imaginario que regenteaba el padre era la sopa amarilla con fideos, de manera que el mantel amarillo parecía informar a los comensales ―que eran apenas el padre y el hijo, y, por lo demás, conocían bien esa carta― sobre lo exiguo del menú. En cualquier caso, esa noche el niño puso dos platos, dos cucharas y dos vasos de agua. Puso también un trozo de pan del día anterior; así dispuesta, la mesa parecía tristemente incompleta. Quizás fuera por eso, pensaba el niño, que el padre sólo había servido el líquido en su plato y se había quedado restregándose los ojos en la cabecera de la mesa, esperando que el niño terminara de comer, y quizás pensando. Después de lavar el plato y de recoger la vajilla limpia, el padre se encerró en su cuarto y empezó a caminar. El niño, que se había quedado despierto en su cama, observando callado el dibujo de las vigas sobre el techo, podía escucharlo ir y venir a través del dormitorio como un animal encerrado; el padre parecía murmurar para sí y girar violentamente en redondo, haciendo resonar el cuarto con toda la dimensión de su furia o de su tristeza. El calor de la estufa, que el padre había apagado al pasar una última vez por la habitación del niño, había empezado a disolverse en el aire y el niño se obligó a dormirse para no sentir frío.

El padre entró en su cuarto antes de que amaneciera. El niño parpadeó y sólo vio, con la mirada todavía borroneada por el sueño, los ojos rojos de su padre brillando en la oscuridad  como si el padre fuera un demonio. Entonces el padre le dijo: “Vamos a hacer un viaje”, y arrojó sobre la cama la ropa que el niño se había quitado el día anterior. El niño se vistió con torpeza y prisa; pensaba que, si no se apresuraba, su padre lo dejaría solo. Cuando se acabó de poner la ropa escuchó la voz del padre, que le decía: “Venga, vamos”; salió de la casa y se sentó en el coche.

El interior del automóvil estaba helado y el niño resbalaba entre los asientos, que eran pegajosos y fríos como el vientre de un pez. El padre cerró la puerta. Entonces el niño recordó que había olvidado en la casa su cuaderno de clases, que siempre llevaba consigo porque en una de las solapas había pegado la foto de la madre que el padre le había dado. La foto era una vieja instantánea tomada hacía años con una cámara Polaroid. Los colores habían empezado a diluirse y su ausencia le daba a la escena un aspecto desvaído, pero sobre esa atmósfera de aguamarina de la fotografía todavía se distinguían los rostros sonrientes de la madre y del niño. El niño puso un rostro contrariado e intentó colarse fuera del coche para recogerlo antes de que el padre subiera, pero el padre entró apresuradamente al auto y le dio marcha. La voz inaudible del niño que le pedía al padre que no arrancara todavía, que a él le quedaba algo por sacar de la casa, se diluyó en el aire frío de la mañana y el coche arrancó dejando atrás la casa, el rostro desdibujado de la madre en la fotografía y la voz infantil del niño.

Las dos mujeres aparecieron después, justo cuando el niño comenzaba a entender hacia dónde iban. Durante el viaje, en algún momento de la primera noche, el padre había detenido el automóvil y se había quedado en silencio, viendo la noche caer sobre el campo; después había cogido del asiento trasero un libro de tapas oscuras y había leído en voz alta, para el niño y para sí mismo, unas palabras, unas palabras tristes de reproche, sobre las que flotaba, sin embargo, la esperanza de una reconciliación. Mientras observaba la noche oscura y escuchaba las palabras que su padre leía, el niño se había preguntado si esas palabras no eran también, como las otras, artefactos de El Diablo para engañarlo, pero pronto pensó que no era así porque las palabras que el padre repetía constantemente, “He soportado cosas terribles de tu parte y ya no puedo más”, parecían surgidas del propio padre y de su historia, y no de El Diablo.

Al día siguiente, cuando el niño había comenzado a entender algo y miraba con inquietud y curiosidad el libro del que su padre había leído durante la noche, aparecieron las mujeres. Fue en un bar al costado de la carretera en el que se detuvo su padre cerca del mediodía; el bar estaba vacío. El padre escogió un reservado que estaba a pocos metros de la puerta y el niño se sentó a su lado; visto a través de los ventanales sucios del bar, el automóvil parecía un objeto extraño, un producto de otro tiempo y de otro lugar que se hubiera colado en la perspectiva en un descuido de un pintor. Al apartar la vista de él, el niño vio que el mantel estaba manchado de pequeños círculos grises; iba a preguntarle al padre qué cosa eran esas manchas, qué comida se servía en ese bar que dejaba una estela gris en el mantel, y no una amarilla, como en su casa, cuando llegó el camarero. El padre pidió entonces la comida para ambos e hizo una seña negativa cuando el camarero le extendió la carta; cuando el camarero se retiró, con una imitación aburrida de una reverencia, el niño escuchó las voces de dos mujeres.

Al volver, el camarero traía una jarra con agua y dos vasos. El niño tomó la jarra y se sirvió, pero el padre le hizo señas de que no bebiera todavía. El niño comenzó entonces a mirar las paredes del bar; estaban decoradas con viejas portadas de revistas de fútbol que habían empezado a palidecer como la fotografía de la madre: hombres con boinas, calzados con zapatos marrones y anchos pantalones negros que les daban un aspecto payasesco y contrariado. Más allá, un cartel luminoso titilaba y hacía un ruido tenso y repetitivo. Las luces del cartel se habían quemado, y el niño apenas podía entender sus dos primeras letras, una “o” y una “l” que se confundían en un arabesco justo sobre las cabezas de las dos mujeres que él había escuchado hablar.

El niño iba a señalarle a su padre las dos mujeres cuando notó que ya las había visto y les dedicaba una mirada inquisitiva que el hijo nunca le había visto antes. En ese momento, el camarero volvió a acercarse a su mesa trayendo esa vez los platos, y el niño dejó de observar a las mujeres: quedó impresionado al ver su generosidad y perplejo al probar el gusto aceitoso de la carne; aquel gusto le pareció extraño, y pensó, mientras comía las patatas de los bordes del plato a pequeños bocados, que lo que hubiera preferido, lo que realmente le hubiera gustado comer en ese momento, era la sopa del padre, con sus fideos blancos flotando en la superficie amarilla que dejaba pequeñas manchas en el mantel y en la ropa.

Mientras el niño aún comía, el padre le dijo, sin mirarlo: “Quédate aquí hasta que vuelva”. El niño quiso poner un reparo, pero la mirada fría del padre, atravesándolo como si él estuviera hecho de papel, lo disuadió, y se quedó en silencio. El padre se levantó de la mesa y caminó hacia el frente del bar; habló un momento con una de las mujeres, la del cabello como fuego, y ésta se levantó y comenzó a caminar con él hacia la salida. La mujer del cabello rojo se dio la vuelta y le dijo algo a la que estaba con ella, y después abrió la puerta y ella y el padre salieron. El niño notó que la mujer era más alta de lo que habría podido creer mientras la observaba; pensó que sus piernas eran largas y flexibles como las de un pájaro que había visto una vez en un zoológico, y que era más alta que el padre. Estaba a punto de correr tras ellos cuando la otra mujer se sentó a su lado y le dijo: “Hola” con la mitad de la boca. “Hola”, respondió el niño, asustado. La mujer le preguntó su nombre y luego dijo: “Yo soy Ethel, y la otra se llama Nai”. El niño se quedó en silencio. “Tu papá va a volver en un rato” agregó la mujer. El niño asintió; miraba como hipnotizado las dos mitades del rostro de la mujer llamada Ethel: la primera de las mitades le sonreía, y era la que lo interrogaba; la otra permanecía inmóvil, casi dormida, y su párpado caía con laxitud sobre el ojo negro. La mujer explicó: “Lo que me pasó fue que una vez se me paralizó la cara”. El niño asintió, sin comprender realmente. “Eso fue después de vivir en un campo lleno de vacas. En ese campo había un molino y una casa baja con un parral en la entrada y en el parral había siempre abejas. Las vacas vivían afuera, y parecían inofensivas y aburridas, pero”, el rostro de la mujer se acercó al suyo, “las vacas no son inofensivas, son animales malditos, tienen entre los ojos la marca de que son animales de El Diablo, tienen todas las señales del demonio pintadas en la piel. Me di cuenta de eso el día en que todas se murieron. Sucedió así: una noche soñé que las vacas entraban a mi casa y daban cornadas a todas las cosas, las sillas, los retratos de los muertos y los espejos; al día siguiente, por la mañana, salí de la casa y vi todo el campo sembrado de vacas muertas. Me acerqué a estudiarlas. No tenían heridas ni nada, simplemente una mancha oscura de sangre que les brotaba de la boca abierta; con la boca abierta, parecían reírse de mí y decirme que yo iba a ser la próxima, así que me fui del campo y viajé e hice cosas que me dejaron sus marcas en la cara. Los doctores me dijeron que me iba a quedar así para siempre, ellos siempre dicen esas cosas, pero yo sé que Jesús va a curarme”. La mujer llamada Ethel sacó una estampa religiosa del bolsillo de su camisa, la besó y obligó a su vez a besarla al niño, que depositó sus labios un segundo sobre la superficie del cartón y sintió un olor como a flores muertas. Ethel agregó: “Él va a librarme del mal, porque Él es todopoderoso, Él alivia el dolor de los pecadores como yo e intercede por ellos ante El Padre Eterno”. El niño siguió callado, sin entender. Entonces, la mujer, que había comenzado a llorar, pidió al camarero unos caramelos, y ambos se quedaron en silencio, masticando los caramelos mientras alisaban los envoltorios contra la mesa hasta que ya no recordaban su contenido y pensando en la historia de las vacas que escribía El Diablo. Un rato después regresó el padre con la mujer pelirroja. La mujer se acercó al niño y comenzó a acariciarle la cabeza y le preguntó cómo se llamaba. El niño no respondió porque pensó que no debía decir su nombre dos veces en el mismo día. Entonces Ethel dijo el nombre, y la otra mujer le sonrió con los ojos opacos y duros, los ojos de un muerto o de una persona que había pasado años sin dormir, y le preguntó: “¿Quieres que viajemos contigo? ¿Quieres que vayamos juntos a La Ceremonia?”. El niño negó con la cabeza, y echó una mirada al padre; pero el padre pagó al camarero y salió del bar acompañado por las mujeres; así fue como Ethel y Nai comenzaron a viajar con ellos.

En el camino hablaron poco. El padre les contó a las mujeres por qué había decidido hacer ese viaje con el hijo, y ambas se quedaron calladas, mirando al niño con una mezcla de respeto y miedo. El padre no habló mucho, de todas maneras, pero le bastó un momento, sólo un momento, cuando el niño fingía haberse quedado dormido al mirar el paisaje que se incendiaba en el cabello de Nai, que el padre habló. Entonces dijo que el hijo se había ahorcado, que se había rodeado el cuello con una soga cuando él estaba en el astillero y luego había ajustado el otro extremo a las vigas del techo de su cuarto, pero la soga se había cortado y había caído al suelo inconsciente y con vida y él lo había encontrado esa noche y le había preguntado por qué y el niño no había dicho nada, absolutamente nada. Sin embargo, para el padre, las cosas estaban claras: “El Diablo se ha apoderado de su corazón”, dijo el padre y después se quedó en silencio durante el resto del viaje. Las mujeres estuvieron cuchicheando un rato más entre ellas y luego la que se llamaba Nai le preguntó al niño: “¿Extrañas a tu mamá?”. El niño no respondió, y fingió seguir durmiendo. Entonces el padre le dijo, con los ojos rojos que le había visto en el astillero, que lo mejor era que se durmiera de verdad, pero el niño no tenía sueño, y permaneció el resto del viaje escuchando el ruido del automóvil e imaginando, con los ojos cerrados, que todo el paisaje a su alrededor estaba en llamas.

Después abrió los ojos, cuando el sol estaba alto en el horizonte. Se incorporó levemente en el asiento, intentando librarse del abrazo de la mujer llamada Ethel, que había caído sobre él mientras dormía. El niño se encaramó entre los dos asientos delanteros y, evitando mirar al padre, preguntó: “¿Adónde vamos?”. Mientras dormía, la mujer llamada Nai se había recogido el cabello rojo en un rodete en lo alto de la cabeza; el rodete le daba un aire de distinción que resaltaba su distancia, la manera que tenía de alejarse de un lugar aún permaneciendo inmóvil. La mujer miró un segundo al padre y luego respondió: “Vamos al bautismo”. “¿Qué es eso?”, preguntó el niño. “Es una ceremonia donde las personas se reúnen con Dios”, respondió Nai, “Tú vas a encontrarte con Dios y ya no querrás morir”, agregó, pero el niño la miró y después miró a su padre y preguntó: “¿Por qué yo debo reunirme con Dios? ¿Por qué yo?” insistió. La mujer llamada Nai no dijo nada. “¿Por qué viajamos para encontrarnos con Dios?”, preguntó.

Entonces se produjo una sacudida brusca y el coche se detuvo. El niño se lanzó bajo el brazo protector de Ethel, que había despertado con la sacudida, como si él hubiera provocado el accidente. El padre intentó darle marcha al coche nuevamente pero éste no arrancó; el hombre insistió una o dos veces y luego salió del coche y abrió la capota, el interior del automóvil se oscureció y el niño ya no pudo ver lo que hacía el padre. La mujer llamada Nai abrió la puerta y salió también afuera, pero la mujer llamada Ethel se quedó dentro del coche, mirando por su ventanilla. Entonces el niño miró también hacia afuera y observó que el campo ya no se incendiaba y que en los mismos lugares donde antes había crecido el fuego rojo del cabello de la mujer llamada Nai ahora había vacas. Las vacas eran blancas y negras y lanzaban un mugido aterrador que, le parecía al niño, iba dirigido exclusivamente a él; el mugido crecía en el aire y era contestado por los otros animales, como si todas las vacas del campo incendiado pudieran colarse en sus sueños de ahorcado para siempre. El terrible mugir de las vacas muertas de la historia de Ethel, el paisaje inmóvil en el que él, su padre y la mujer llamada Nai miraban un coche que ya no funcionaba, impresos a la piel quemada del paisaje como las palabras que El Diablo imprimía en las vacas y los colores desvaídos de la fotografía de la madre, que eran, apenas podía entenderlo, el perfecto adiós a toda ilusión infantil.

 

Reseñas
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