Ficha técnica

Título: Formas de morir | Editorial: Editorial de la Universidad Nacional de Rosario | ISBN: 950-673-161-6 | Formato: Tapa blanda con solapa | Páginas: 93 | PVP: - |  Fecha publicación: 09/1998 | País: Argentina

Algunas páginas

Hacía horas que se había despertado, pero prefería permanecer inmóvil, temeroso de notar en su cuerpo alguna leve incapacidad, como una señal notoria de la prontitud de la muerte. Permanecía con los ojos muy abiertos, asegurándose de que aún le quedaba la facultad de la vista. Había concentrado toda su esperanza en uno de sus ojos. En la duermevela del día, podía imaginar ser sólo ese ojo, un ojo enorme capaz de mirar todo sin comprender lo que veía. Los rayos lo habían reducido a esa situación de vigilia absorta en mirar.

Oyó un ruido leve pero insistente y le pareció recordar que los rayos tampoco habían disminuido su capacidad para escucharlo todo. El ruido se volvía más insistente, y Kaiser pensó que se acercaba alguien a través de los pasillos. Intentó erguirse sobre la cama, pero el cuello se le venció y cayó sobre la almohada, laxo. Entonces escuchó:

—Podríamos decir que no es usted una persona muy activa.

Kaiser reconoció de inmediato en la voz, pero particularmente en el sentido de la frase, en su ironía, a Zidane. Pensó por un segundo en el hombre de la silla de ruedas y recordó su frase del día anterior, en que se había comparado con el dueño de un vodevil. Pensó que, real o ficticia, la anécdota era buena, porque Zidane habría sido el mejor director del vodevil francés más amargo.

—Pensaba en su vodevil —dijo Kaiser girando el cuello—. Podría usted llamarlo La Vida. Al fin y al cabo es ese precisamente el vodevil más amargo y variado de todos.

—¿Y qué le parece La Biblia? —respondió Zidane—. Ése sí es un vodevil moderno. Tiene de todo: incestos, mutilaciones, crucifixiones, actos lujuriosos e insospechados. Pensar que hay gente que la consulta en busca de consejo es de lo más absurdo.

Kaiser sonrió. Con esfuerzo, logró sentarse sobre la cama. Entonces vio cómo Zidane depositaba sobre sus débiles rodillas dos tazas de café y algunas galletitas robadas en el salón de té de la planta baja.

—Considérelo una gentileza del vodevil La Biblia —afirmó; después de un segundo volvió sobre sí mismo—. Me han dicho que usted habla muy seguido con el Padre González.

Kaiser asintió.

—Como habrá podido notar —dijo Zidane, haciendo un circunloquio— el Padre no tiene precisamente facilidad de palabra. Por otra parte, es de los sacerdotes menos dispuestos a recitar La Biblia que yo he conocido. No se trata sólo de que no la recite, sino que parece haberla olvidado por completo. Es muy curioso. Entre los pacientes se rumorea que no la ha leído, cosa que por otra parte no sería tan grave. O no lo sería en cualquier caso, pero sí en el caso de que el interesado tuviera tan poco conocimiento de la vida con el que suplir el recitado de La Biblia como el Padre González.

 —Probablemente no desee aburrir a los pacientes —conjeturó Kaiser.

 —No parece ser eso —respondió Zidane—. Los pacientes cuentan incluso una pequeña historia sobre la infancia del Padre González: dicen que es el gemelo de otro muchacho, lo que explicaría su carácter apocado e incompleto. Afirman que ambos eran muy bellos, particularmente populares en su pueblo. Su padre, que era ganadero, no se había resignado simplemente a concebirlos, sino que había planificado también las obligaciones de sus hijos. El Padre González lo ayudaría en la hacienda: su falta de ingenio y su cuerpo duro, apto para las inclemencias de la vida rural, lo hacían merecedor de ser la mano derecha de su padre. El hermano, en cambio, estaba destinado a ser sacerdote en pago por la prosperidad de la hacienda, supuestamente una bendición. Lo cierto —continuó Zidane— es que, al crecer, los hermanos desarrollaron caracteres particulares y casi opuestos. El futuro Padre González se volvió torpe, incapaz de saber qué hacer con su enorme cuerpo, preocupado por cosas superfluas y muy volcado sobre sí mismo. Su hermano, en cambio, se convirtió en un muchacho alegre, con un carácter propio del campo. Poco antes de cumplir los veinte años ya había gastado a todas las muchachas de la región. Le bastaba caminar por la calle principal del pequeño pueblo cercano a la hacienda para verlas asomarse a las ventanas, suspirando con sus hijos en los brazos.

 —Debe haber sido todo un semental —lo interrumpió Kaiser.

 —Lo era —respondió Zidane—, créame que lo era. Pronto la vida en el pueblo le pareció insoportable, una pequeña cárcel que sólo podía liberarlo para conducirlo a un destino también pequeño. Su padre lo amparaba, íntimamente lo consideraba su favorito. Creía que sus desviaciones iban a ser suficientemente expiadas con su ingreso al servicio religioso, así que incluso le permitía ciertos hurtos en la zona. En un comienzo se trataba sólo de pequeñas propiedades, alguna vaca, alguna mujer. Pero luego el monto de los hurtos fue aumentando y éstos se tornaron más violentos. Poco a poco fue reclutando un grupo de hombres que lo acompañaban en los robos más grandes. Comenzaron las desavenencias con el padre: su influencia y peso político salvaron a su hijo muchas veces de la cárcel, pero luego sucedió algo, una venta excepcional de ganado, un ingreso desproporcionado de dinero que hubiera tentado al más probo y que, por supuesto, tentó también al hijo.

 —Así que el hermano del Padre González lo robó —intervino Kaiser.

 —No precisamente —respondió Zidane—. Primero discutió con el padre. Dicen que fue una discusión dura, la clase de discusión entre dos hombres duros hechos uno a imagen y semejanza del otro que no suelen guardarse cosas. Dicen que esa noche descubrieron que entre el hijo ladrón y el padre hacendado que había levantado una propiedad de la nada no había diferencias, que eran iguales y que lo que es igual es innecesario. El hijo mató al padre. Las pericias policiales indicaron que el primer disparo fue en el rostro, desde muy cerca, como si el hijo hubiera intentado borrar los rasgos que se repetían en él, que lo convertían en una copia del hacendado que había sido y ya no era su padre.

 —Huyó —aventuró Kaiser.

 —Usted lo ha dicho —respondió Zidane—. Huyó, pero sucedió algo extraño y que volvió inútil su huida. Su hermano, el actual Padre González, se inculpó por el crimen. Dicen incluso que mostró el revólver con el que había matado a su padre y su determinación de hacerse cargo de la hacienda. Eso le bastó a la policía, a la prensa, al juez. Le dieron veinte años de cárcel, los que se vieron reducidos por su buena conducta, por el temperamento inocuo y casi servil que conocemos bien. El crimen fue olvidado: nunca fue hallado el dinero, pero se puede decir que la sociedad quedó satisfecha, al reparar lo que consideraba una agresión a su estatuto. Dicen que el hermano del Padre González volvió a la propiedad. Como si pretendiera efectuar una reparación o se tratara de un arreglo hecho de antemano, llevó adelante los asuntos de la hacienda con eficacia, aunque no con honestidad: la casa de la fortuna se construye con cualquier material, excepto la virtud. Poco a poco, el hermano del Padre González se convirtió en el reflejo de su propio padre pero, como si quisiera demostrar que las especies aprenden de generación en generación, nunca reconoció hijos que pudieran cuestionar su autoridad. Un día el Padre González salió de la cárcel. Su hermano le ofreció hacerse cargo de la mitad de la hacienda, a la que había duplicado en extensión, pero el Padre González se resistió con su habitual falta de argumentos. En la cárcel había creído conveniente remedar el agravio cometido a su padre dedicándose a Dios, y fue así que se convirtió en sacerdote.

 Zidane y Kaiser guardaron silencio un momento. Luego Kaiser le preguntó:

 —¿Es cierta la historia o sólo otro número del vodevil?

 —No lo sé —rió Zidane—. Pero tengo otra historia sobre el Padre González. Mi padre me contó que durante la guerra muchos desamparados se hacían pasar por sacerdotes. Fingían haber sido despojados de sus hábitos por el enemigo y sometidos a vejámenes que siempre imponían una piedad supersticiosa y otorgaban el beneficio de un plato de sopa caliente. Luego, cuando se los vestía y alimentaba, los desamparados que se hacían pasar por sacerdotes deambulaban por entre los regimientos en marcha o en combate. Confesaban, oficiaban y salían de juerga con los soldados. Eran figuras menores pero muy queridas en los regimientos. Nadie los enfrentaba, preocupado por no enfrentarse en esas circunstancias con los poderes que representaban. Pero a veces los sorprendían en sus tiendas, absortos en la lectura de La Biblia, como si nunca hubieran tenido una entre sus manos, y la sensación de fraude era desesperanzadora.

Reseñas
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