Como formando parte de una red infinita de destinos cruzados, los hombres infames de Pron –Ahab, Gombrowicz, Verne, Wilcock–, anónimos-conocidos que cargan con el peso de sus nombres, inscriben en estos relatos una historia en común.
Una historia que podría leerse entre líneas haciendo el ejercicio de hojear exclusivamente los epígrafes, y que serviría para descubrir, casi obviamente, que Hombres infames es un gran homenaje a la literatura: una suerte de intertextualidad enriquecida por la imaginación. Pero estas historias, que transcurren en una trama de no-lugares donde existe la sensación de estar “en otro país, que es siempre otra ilusión”, parten de ese tributo como única certeza, para descubrir que en realidad nada es lo que parece en el instante en que el destino o el azar ponen a prueba a estos hombres cambiando la dirección de sus vidas.
Algunas páginas
GOMBROWICZ
Un hombre viajó en tren con un caballo. El viaje sólo fue posible gracias a que las ordenanzas ―urdidas por funcionarios ingleses encerrados en altas torres inglesas colmadas de papeles ingleses que serían, en algún momento, las ordenanzas inglesas de los ferrocarriles ingleses― contemplaban la posibilidad, mínima, de que un caballo viajara en tren si disimulaba eficazmente su condición equina.
En todo caso, y para entonces, nada había en él que recordase al animal que se rebelaba bajo el golpe de fusta y trotaba por el campo misionero para llenarle los ojos de crines y sudor a una señorita que ahora vivía en Buenos Aires. Sólo los cascos, que se disimulaban bajo el ruedo extendido de los pantalones, los brazos caídos a los costados del cuerpo, inútiles para otra labor que no fuera correr, y los pelos, renegridos y brillantes y que le caían sobre el belfo, lo asemejaban a los caballos que habían sido su padre y su abuelo, de los que él ya no parecía guardar memoria.
Como un caballo, no podía ―y esa era la mayor de sus incapacidades― nombrar las cosas. Su acompañante, un campesino que se había maravillado ya ante las formas precipitadas y cambiantes de la capital misionera, una vez, al ir también a entregar un caballo, se anticipaba a esa incapacidad de hablar de su protegido adivinando sus deseos; pero estos, por otra parte, eran más bien escasos, y se limitaban a avena, terrones de azúcar y agua, que le servían en el vagón comedor en platos de porcelana, y la adivinación no suponía realmente ningún esfuerzo. Al hundir el belfo en el agua o en el plato de avena, se reflejaba en sus ojos, notablemente separados, el placer que le brindan a los caballos las pequeñas cosas a las que estos pueden acceder, sean todavía caballos o hayan sido convertidos ya en otra cosa.
Los esfuerzos porque ese caballo se pareciera a un hombre se habían iniciado un año atrás. En un principio, el animal se había negado a adoptar los gestos que lo asemejarían a un hombre. Una angustia profunda, en la que mucho tenía que ver el absurdo de la gestión, le enturbiaba los ojos hasta que ya no podía ver el campo sino como una extensión acuosa y verde e intransitable; incluso hacia el final de su adiestramiento, el animal no pudo nombrar las cosas que lo rodeaban. El Creador ―o la ilusión de él― había podido tolerar que ese caballo se pareciera gradualmente a un muchacho por el imperio de unos hombres, pero parecía haberle vedado para siempre la palabra.
El viaje en tren operó, sin embargo, cambios notables. Mientras que al comienzo lo acometía el deseo irrefrenable de correr por los vagones, ese deseo cedió más tarde a favor de otros, como el de probar la carne que servían en el vagón comedor, o realizar una reverencia ante las mujeres con quienes se cruzaba. Al final, los ojos ebrios de tantos paisajes desplegados, extensiones pobladas de caballos que comenzaban ahora a resultarle progresivamente distantes y casi repulsivos en su ansiedad de yeguas, quiso ser llamado por un nombre. Él mismo eligió uno que distaba una enormidad de los nombres oídos en el campo, bajo el peso informe de la montura y del jinete: «Witold Gombrowicz». Los motivos de esa elección permanecieron en el misterio hasta el final de su vida, e incluso después.
Cuando el tren detuvo su marcha al fin en los andenes de Retiro, y los campos y los pueblos que se habían entreverado en los ojos de los viajantes con las primeras calles de la ciudad estaban ya lejos, el campesino creyó que era inútil continuar con la simulación e intentó ensillar a Gombrowicz; pero Gombrowicz se opuso, y sus ojos se llenaron nuevamente de la angustia de aquello que excede el sentido, equino o humano, y resulta incomprensible. Fue igualmente incomprensible para él la sucesión de imágenes de autos, edificios y personas que se le mezclaban rápidamente frente a los ojos con la figura de una señorita, ante un tren inglés, con el rostro desencajado.
Reseñas