El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan

Relatos

Ficha técnica

Título: El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan | Editorial: Random House Mondadori Colección: Literatura Mondadori | ISBN: 978-84-397-2218-2 | Formato: Tapa blanda con solapa | Páginas: 224 | PVP: 17,90 euros | Publicación: 01/2010 | País: España  

«Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir», afirmó Anton Chéjov en cierta ocasión. En otra parte, sobre la génesis de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, Patricio Pron sostuvo: «Allí, en Alemania, yo tenía la nariz rota y ningún lugar al que ir. La nieve que caía sobre mis espaldas recortaba en el suelo una figura que era la mía, dibujada por omisión sobre las baldosas, como la de un fantasma».

Si la excelente acogida de su novela El comienzo de la primavera sirvió para que Pron dejara de ser un escritor en la sombra, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan ratifica la calidad de su escritura incisiva, poderosa y certera. Los dieciocho relatos que componen el libro son un soberbio carpetazo a todas las convenciones del género, al tiempo que una extraordinaria exploración de la identidad, la memoria, la mentira y, sobre todo, la escritura como profesión, arte y forma de vida. El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan nos recuerda que la lucha y la determinación de los escritores, y su orgullo insensato, a veces también conducen a la gloria, íntima y secreta. Estamos ante un escritor al que ya no podemos pasar por alto.

 

La crítica ha dicho

“Extraños, audaces, impecables, los relatos que Pron ha reunido El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan […] no se apartan demasiado de la perfección formal que cultivaron cuentistas como Horacio Quiroga y Jorge Luis Borges, ni tampoco de la escritura de riesgo que caracterizó la obra de Roberto Bolaño o Juan Rulfo […] pequeños artefactos narrativos capaces de penetrar en los pliegues de la cotidianidad hasta producir una sensación tan rara como amenazante, con un estilo pulcro y cerebral, repleto de imágenes potentes y paisajes desolados por los que transitan personajes, escritores, personas que han perdido para siempre su lugar en la tierra”. Diego Gándara, Qué Leer (España)

“Pron […] tiene una voz propia, que destaca por el finísimo tramado del lenguaje (depurado, exacto, con una rara capacidad para crear atmósferas) que sostiene historias también finas, sutiles, a ratos casi irreductibles a una línea de tiempo; historias donde los narradores adoptan distintas voces y puntos de vista para atrapar mejor ese momento en que cada relato se resuelve; y cada resolución, cada cierre, muestra de nuevo al escritor consciente y seguro de sus medios, pero que los usa para dejar que el misterio, el riesgo, el juego y la apuesta estilística se adueñen de su obra. Hay una cierta paradoja en que el cuento más literario de todos, ‘El estatuto particular’, trate sobre la anunciada muerte del cuento; Pron demuestra, con singular agudeza, que el cuento está muy vivo.” Rodrigo Pinto, Revista del sábado de El Mercurio (Chile)

“A lo largo de la lectura de El mundo sin las personas que lo afean y arruinan uno llega a tener la sospecha, aleccionado por las reflexiones de algunos de los personajes, de que la literatura es un animal moribundo que apenas cuenta en los tiempos que nos han tocado vivir […]. Y sin embargo la propia obra de Pron contradice esa idea, como si su intención al concebirla fuese […] la de conseguir justo lo contrario de lo que presupone. Aún así, aunque se confirmasen los peores augurios y la literatura fuese al fin un dinosaurio condenado a la extinción, entonces, tras asistir a la lectura de este libro, podríamos consolarnos diciendo que murió dejando tras de sí un bello cadáver, una imagen de este mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan”. Javier Moreno, Deriva (España)

“De fantasmas que vuelven o que nunca se han ido y de la (no)memoria del horror tratan estos relatos. Pero también, entre otras cosas, del exilio y del (no)lugar del escritor en la sociedad de masas contemporánea (o del escritor como muerto viviente en tiempos que se quieren poshistóricos).” Javier Roma, Marginalia (España)

“Relatos de exquisita soledad, la sofisticada frialdad en el estilo y la penetración de la tristeza que imponen puede justificarse por la obsesiva presencia en sus historias de las fotografías, como desnudas imágenes sin explicación posible”. Arturo García Ramos, ABCD las Artes y las Letras (España)

“Los relatos de Pron se encuadran en una sutil poética de lo anómalo normalizado, un territorio habitado por la complejidad, el azar, la vileza, la pérdida y la brutalidad, pero también por la belleza y la (siempre frágil) esperanza de redención. […] son algunos de los motivos recreados con una prosa firme, penetrante y precisa que aúna la contención estilística y una especie de desordenada elegancia que confiere un sello muy singular a la francamente atractiva escritura de Pron. […] Pron, escritor dotado de una voz sutil y poderosa, palía con tenues hebras de piedad y compasión la fea y arruinada realidad que relata. Un libro extrañamente hermoso y contundente.” Pablo Miravet, Agitadoras. Revista cultural (España)

“[Giorgio] Agamben sostiene que no es posible desear que Auschwitz retorne eternamente, precisamente, porque nunca ha dejado de suceder; se está repitiendo siempre. Es decir, el pasado nunca es pasado. Siempre es presente, en tanto sus trazos son reinventados o vueltos a delinear, reconstruidos. […] Por ello, no puede ser más acertado que Pron utilice el territorio alemán y el pasado nazi para hablar del argentino y del Proceso, y de los beneficios y peligros, las luces y sombras, que conlleva el obligatorio acercamiento a la memoria. […] El mundo es un conjunto de cuentos compacto [que] presenta una coherencia en términos temáticos y de estilo de gran nivel. Las discusiones acerca de la construcción de identidades y memorias (y los beneficios y riesgos que enfrentar este ejercicio trae) muestran a un narrador perspicaz y capaz de extrapolar contextos y tradiciones sin que esto le impida dialogar con muchos otros.” Fernando Toledo S., Crítica Latinoamericana

“A veces uno divisa y reconoce a un verdadero ‘autor-revelación’ entre tanto humo editorial. […] Lo que brilla en los relatos de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan es ese raro don de la autenticidad, la mirada y la voz propias. […] un libro que ahonda con sabiduría en asuntos como la revisión del pasado de Alemania, la extrañeza en el propio país o en el ajeno, el exilio, el deseo de desaparecer, borrar el origen, ser otro; los juegos de encuentros y pérdidas, suposiciones y posibilidades, el miedo a la desmemoria y al deterioro mental, la denuncia de los ambientes literarios y sus corruptelas: la trucada maquinaria que otorga becas, premios y publicaciones…” Ernesto Calabuig, El Cultural (España)

“Un escritor no exiliado, sino que ‘vive afuera’, como señala él mismo, algo que no le impide enriquecer la trama de los cuentos contemporáneos en castellano con una estrategia ficcional admirable.” Juan Aguzzi, El Ciudadano y la Gente (Argentina)

“¿Desde hace cuánto venimos oyendo hablar de la muerte del cuento, de la imposibilidad de sacarlo de su corset formal, de su casi inevitable y deprimente destino de ejercicio talleril? Estos textos levantan, tal es su potencia, la divisa que repite uno de sus personajes: ‘el estatuto particular del cuento, dado periódicamente por muerto por la crítica y, sin embargo, de alguna forma, aún vivo’. […] un grupo de textos de una fuerza, rigor y solvencia muy poco habituales en la narrativa argentina de las últimas generaciones.” Fernando Molle, Revista Eñe (Argentina)

“En su extraordinario Sobre la historia natural de la destrucción, Sebald analizaba la ausencia del tema de la destrucción de las ciudades alemanas en la literatura germana de posguerra. Esta omisión era, para Sebald, el reflejo de la desmemoria de un pueblo fracturado por la violencia política, la guerra y la culpa (que es de algún modo la historia reciente de muchos pueblos, incluso el nuestro). El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, del argentino Patricio Pron, parece haber sido escrito para llenar ese vacío.” Máximo Chehín, La Gaceta de Tucumán (Argentina)

“Un buen puñado de cuentos que constituyen auténticas joyas del género, precisas y sugerentes.” La Opinión de A Coruña (España)

“Pron es un lector excepcional, pero a partir de esa obsesión por la estructura y distintas texturas verbales, alcanza la calidad de un narrador de excepción: transmite lo real en su complejidad.” Elvio E. Gandolfo, Noticias (Argentina)

“Un narrador ambicioso, efectista y sobrado de recursos, que maneja varios registros y que tiene una innegable facilidad para saltarse todas las convenciones formales y estructuras narrativas”. Miguel Artaza, Las Provincias (España)

“Un narrador al que sólo le interesa narrar y (mire usted por donde) se niega a jugar al juego de las identidades culturales y sus ósmosis. Como si, fuera de su escritura, fuese un apátrida”. Javier Fernández de Castro, El Boomeran(g)

“[…] escribe con una precisión indiscutida, y con una elegancia rigurosa que trasciende su propio ámbito y dota a lo narrado de un sustento, de un piso de elegancia que adorna las tramas y los ambientes, donde flota cierta tristeza, cierta soledad de instantánea, de imagen. Pron crea un léxico para los pequeños desastres íntimos.” José Ignacio Silva A., Revista Intemperie (Chile)

“La obra de Patricio Pron, simplemente, vive al margen de las modas de la época. Su prestigio empieza a ser enorme entre los amantes de la buena literatura. Su, prosa de hechuras clásicas, sin concesiones ni amaneramientos, nos habla de alguien que ha leído y ha escrito mucho. Nos habla también del rigor de estos relatos, originales, ingeniosos, brillantes, profundos.” Daniel Capó, Aceprensa

“Se puede ver El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan como un manifiesto literario. «En su experiencia como lector —dice uno de los cuentos— faltaban los textos que él quería leer, que, por lo tanto, tenía que escribir él mismo». Eso es, evidentemente, lo que hace Pron. Narra lo que quiere leer, historias que bucean en el pasado porque saben que hay que aprenderlo para después olvidarlo, cuyos goznes invisibles articulan una mirada del mundo.” Cristian Vázquez, Unabirome (España)

“He hablado de dos tradiciones para caracterizar este libro: una es la excelsa tradición narrativa que nace con Respiración artificial, eclosiona con la emergencia en los 80 de Aira, Cohen, Gandolfo y Fogwill y tiene en Fresán a un puente con la generación del propio Pron. La otra sería la tradición alegórica del movimiento Antiheimat. […] Lo que está claro, por lo menos para mí, es que el autor de El comienzo de la primavera y El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, pese a haber completado solamente su primera década como autor, debería ser un referente inexcusable en la narrativa en español del nuevo siglo, por lo menos en la medida en que lo son los nombres antes mencionados.” Javier Calvo, Quimera (España)

“Exigencia y complejidad y una prosa de la mejor estirpe. Ponga el lector en esa estirpe los grandes nombres que prefiera […] pero, imagine al escritor que imagine, junto a él estará Pron, con todo derecho. El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan se inscribe en ese apartado donde sólo habitan los libros que nos formaron y los que lograron deslumbrarnos algún tiempo después. Con la diferencia de que han transcurrido muchos años de todo aquello, apenas existe espacio para las sorpresas editoriales y Pron tiene veinte años menos que quien esto escribe. Como para no celebrarlo». José Carlos Llop, Diario de Mallorca (España)

“Piérdanse en el laberinto Pron: de lo mejor de la narrativa corta en la lengua de Cervantes que ha visto la luz en meses.” Rockdelux (España)

“[…] personalidades complejas y profundas, abismos insondables donde incluso las figuras reconocidas (el padre, la madre, la familia) se convierten en desconocidos. […] un delicado desgarro del que es imposible salir indiferente.” Paracitarme (Chile)

“Pron hace incisiones en el gran tapiz del cuento latinoamericano y universal, realiza hendiduras en los decálogos del buen cuentista de Quiroga, en la punta de iceberg de Hemingway, en los finales knock out de Cortázar, en la tensión realismo-fantástico, en la erudición apócrifa de Borges. Y, claro, dialoga con rebeldía de Bolaño, con la inestabilidad de los géneros de Sebald, con la contención emocional de Handke, por nombrar a algunos. Su mente amoblada por innumerables lecturas y teorías le hace rasgar la tela sin inocencia y, con mordaz ironía. Andrea Jeftanovic, Antología en Movimiento (Chile)

“Lo que está haciendo con su obra, con su aún escasa obra, es reinventar la narrativa en castellano, contar cosas que nunca se contaron antes en nuestra lengua”. Rafael Suárez Plácido, Estado Crítico (España)

“Un excelente libro de relatos. La confirmación de una evidencia que es el talento de su autor y la apuesta decidida de éste por una literatura compleja, rica en detalles y referencias que deliberadamente huye de lo liviano, de la falta de profundidad de mucha de la literatura actual.” Fondo de Lectura (España)

“Basta uno de estos libros rescatadores para emerger del tedio, la pobreza expresiva, las tramas predecibles y la complacencia que se amontona en las librerías.” Isabel Parreño, Revista Vísperas (España)

 

* Fue escogido como uno de los diez libros del año 2010 por la influyente revista Quimera. También por los críticos y escritores Ernesto Calabuig (El Mundo), Julio Ortega (El Boomerang), Jorge Carrión (blog), Sergio Rodríguez Prieto, Justo Navarro y Alberto Manguel (Babelia). Algunos de los relatos que lo conforman fueron publicados previamente en revistas como Letras Libres (México), Pie de Página (Colombia), Etiqueta Negra (Perú), Eñe (España), The Paris ReviewZoetrope y Guernica (Estados Unidos). “Las ideas” fue escogido por la prestigiosa editora alemana Michi Strausfeld para clausurar el monográfico de la revista die horen dedicado a la literatura argentina y el escritor estadounidense Dave Eggers lo seleccionó para formar parte de The Best American Nonrequired Reading, que recopila anualmente lo mejor de la literatura publicada en Estados Unidos. “Dos huérfanos” fue incluido en la seminal antología de Maximiliano Tomas La joven guardia: Nueva narrativa argentina. “Es el realismo” obtuvo el Premio Juan Rulfo de 2004 que otorgan Radio Francia Internacional, Instituto Cervantes, Casa de América Latina, Instituto de México y Unión Latina.

 

Algunas páginas

LAS IDEAS

 Para Leila Guerriero

 

El dieciséis de abril de 1981 a las quince horas aproximadamente, el pequeño Peter Möhlendorf, al que todos llamaban “der schwarze Peter” o “Peter el negro”, regresó a su casa procedente de la escuela del pueblo. Su casa se encontraba en el límite este de Ausleben, un pueblo de unos cinco mil habitantes al suroeste de Magdeburgo cuya principal actividad económica es la producción agrícola, de espárragos principalmente. Su padre, que se encontraba en el sótano de la casa a la llegada del pequeño Möhlendorf, contaría luego que escuchó a este entrar y después pudo inferir, por los ruidos en la cocina, que estaba sobre el sótano, qué hacía: arrojaba la mochila bajo el rellano de la escalera, iba a la cocina, sacaba del refrigerador un cartón de leche y se echaba un vaso, que bebía de pie; luego ponía nuevamente el cartón en el refrigerador y salía al jardín de la casa. Esto era, por lo demás, lo que hacía todos los días al regresar de la escuela, y podría suceder que su padre no hubiera escuchado realmente los ruidos que luego diría haber oído sino, simplemente, haber escuchado que Peter había regresado y de allí haber inferido todo el resto de la serie, que había visto repetirse día tras día en los últimos años. Sin embargo, lo que el padre no sabía, mientras escuchaba o creía escuchar los ruidos que hacía su hijo sobre su cabeza, era que el pequeño Peter no iba a regresar esa noche a casa, ni las noches siguientes, y que algo que era incomprensible y daba miedo iba a abrirse frente a él y al resto de los habitantes del pueblo en los días siguientes, y aun después, y se lo tragaría todo.

Peter Möhlendorf tenía doce años y el cabello moreno, era tímido y no solía jugar con otros niños, de los que, por contra, acostumbraba huir. La única excepción que parecía permitirse era cuando los niños jugaban al fútbol. Solía ir al prado que se encontraba detrás de los restos de la muralla medieval, que fueron destruidos más tarde por las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania con la finalidad de construir una carretera que nunca llegó a existir porque el gobierno de la así llamada República Democrática de Alemania cayó dos meses después de comenzadas las obras; la administración de las ruinas es hoy en día la única actividad a la que parece haberse dedicado realmente ese gobierno desde su creación hasta su derrumbe, el tres de octubre de 1990. Möhlendorf solía quedarse de pie junto al prado, observando a los jugadores y esperando que alguno de ellos se cansara o se lastimara para que le dejara su lugar; antes de esto, lo que sucedía habitualmente era que el dueño de la pelota echaba a alguno de los jugadores de su equipo y le hacía una seña al pequeño Peter para que se incorporara a su equipo, y esto debido a que Möhlendorf era un buen jugador. Su padre lo había anotado ya en el Fußball Verein Ausleben, algunos de cuyos jugadores habían dado el salto y jugaban ya en equipos de la segunda división como el Dynamo Dresden y el Stahl Riesa, y esperaba el comienzo de la temporada, el verano siguiente.

El atardecer del dieciséis de abril de 1981, sorprendido porque su hijo no había regresado aún a la casa, el padre de Peter Möhlendorf salió a buscarlo; caminó hasta el prado y allí interpeló a los jugadores, que a esa hora eran muy pocos, pero todos afirmaron que no lo habían visto ese día. El padre de Möhlendorf recorrió las calles que conducían a la escuela esperando, como diría después, que el pequeño Peter hubiera tenido allí una reunión de alguna índole y se hubiera retrasado, pero el portero del edificio le informó que Peter se había marchado con el resto de los niños y que el edificio estaba vacío ya. Möhlendorf visitó las casas de algunos de los niños de la clase de su hijo, pero este resultó no estar allí ni en ninguna otra parte.

Ya había anochecido cuando Möhlendorf convocó a algunos vecinos, que se apiñaron bajo la lámpara de la calle, y les expuso la situación. Su opinión ―expresada con nerviosismo y de inmediato desestimada por el resto de los padres― era que el pequeño Peter se había perdido. Era difícil creer que un niño pudiera perderse en ese pueblo, que podía recorrerse en unos minutos y en el que no había siquiera tráfico para suponer un accidente. Un tiempo después, cuando los acontecimientos se habían precipitado y era necesario llenar las horas de búsqueda con palabras, cada uno de los padres recordó lo que había pensado en ese momento: Martin Stracke, que era alto y pelirrojo y se dedicaba a la reparación de aparatos eléctricos, dijo que había pensado que el pequeño Peter estaba haciéndole una broma a su padre, y que regresaría cuando comenzara a hacer frío; Michael Göde, que era rubio y trabajaba como profesor de gimnasia en el colegio del pueblo, dijo que había pensado que el pequeño Peter había tenido un accidente, probablemente en el bosque, que era el único sitio que revestía alguna peligrosidad de los que se encontraban en el pueblo y los alrededores. Yo, por mi parte, no pensé en nada, excepto en mi hijo, creo, pero después, al escuchar las confesiones de los otros padres en las horas de búsqueda y el reclamo de solidaridad que parecía provenir de ellos, inventé y dije que aquella noche yo había pensado que Peter se había perdido en el bosque. Mi invención fue tomada por cierta por todos aquellos a los que se la conté y explica los hechos de la noche del dieciséis de abril, ya que, tras parlamentar un rato bajo la lámpara de la calle, todos entramos a nuestras casas a buscar un abrigo y una linterna, y luego nos marchamos a buscar a Peter en el bosque. Nunca sabré por qué hicimos eso, porque nadie propuso aquella noche la idea de que Peter se hubiera perdido allí; mi invención posterior explicó nuestras acciones y por esa razón fue aceptada por todos, porque restituía un sentido a lo que había carecido de él.

El bosque que se encuentra en las afueras de Ausleben, y que continúa hasta recortarse sobre el macizo del Harz, dividiendo en dos la región, es oscuro y denso, la clase de bosques que inspiran cuentos y leyendas que los habitantes de las ciudades y de los desiertos y de las montañas cuentan con ligereza, pero que los habitantes de los bosques temen y veneran. Esa noche recorrimos el bosque como locos, sin atinar a trazar una ruta o a dispersarnos convenientemente por el área. Una vez y otra mi linterna trazó un círculo en la oscuridad y en él encontré la cabellera roja de Martin Stracke. En otras ocasiones fui yo el que cayó en el cono de luz de la linterna de otro. Michael Göde desertó el primero porque al día siguiente debía dar clases. El siguiente fue Stracke. En un momento, mi linterna iluminó el rostro de Möhlendorf y su linterna iluminó el mío y nos quedamos un rato así, como dos conejos encandilados en la carretera, a punto de ser arrollados por algo que ni siquiera intuíamos. Entonces regresamos al pueblo, sin decir una palabra.

A la mañana siguiente, continuamos la búsqueda como ayudantes de los dos policías de la guarnición local de la Volkspolizei, a los que Möhlendorf había informado del caso. No encontramos nada, pero, cuando abandonábamos el bosque, ya por la tarde, vimos a la madre del pequeño Peter correr por el camino que venía del pueblo. Sus labios se movían pero no podíamos comprender nada porque el bosque absorbía todos los sonidos y los precipitaba hacia lo alto de las copas, allí donde tan sólo los pájaros podían escucharlos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la mujer dijo a su marido que había visto a Peter agazapado en la colina que estaba detrás de su jardín, y agregó que lo había llamado pero que Peter parecía no haberla escuchado y no había entrado a la casa. Al acercarse a él, Peter había salido corriendo.

A la manera de esas noches en las que a un sueño angustiante le sucede otro que nos alivia sólo hasta que comprobamos que el siguiente, que a menudo no es más que su reflejo o su potenciación, es mucho más angustiante aún, las noticias que traía la mujer de Möhlendorf nos aliviaron ―al fin y al cabo, Peter seguía vivo― pero abrieron a su vez otros interrogantes sobre las razones por las que había desatendido el pedido de su madre, dónde había pasado la noche, por qué no regresaba a la casa.

Al llegar al pueblo, nos salieron al paso dos niños de la clase del pequeño Möhlendorf que nos dijeron que lo habían visto rondando el prado; cuando llegamos allí, ya no estaba. Esa noche escuché a la mujer de Möhlendorf, que vivía junto a mi casa, llorar durante horas.

Al día siguiente, Frank Kaiser, que era el sastre del pueblo, visitó a Möhlendorf para decirle que esa mañana había visto a Peter junto al mayor de la familia Schulz corriendo a la entrada del bosque. Unas horas más tarde, Martin Schulz, que era recolector de espárragos y siempre llevaba las camisas arremangadas, no importaba cuánto frío hiciera, nos dijo que su hijo había desaparecido.

En los días siguientes desaparecieron otros niños: Robert Havemann, de doce años, Rainer Eppelmann, de seis, Karsten Pauer, de doce, y Micha Kobs, de siete. Uno de los Pauer, que estaba presente cuando su hermano se marchó de la casa, contó que él estaba en su cuarto estudiando y viendo a su hermano jugar en el jardín cuando vio aparecer, entre los árboles de una propiedad contigua, a Möhlendorf y a los otros niños; dijo que nadie habló o que él no escuchó ninguna palabra, que su hermano estaba en cuclillas escarbando la tierra con una cuchara y que levantó la cabeza y vio a los otros, arrojó la cuchara a un costado y caminó hacia donde estaban los niños, y que luego se alejaron todos corriendo.

Nuestros temores a partir de ese punto cambiaron relativamente de tipo; ya no nos preocupaba la desaparición de Möhlendorf, sino la forma en que este parecía haber ganado influencia sobre los otros niños del pueblo y los arrastraba consigo. A la angustia de los padres cuyos hijos los habían abandonado se sumaba la de aquellos padres que temían que sus hijos fueran los siguientes. Muchos dejaron de enviarlos a la escuela y hubo algunos ―pero esto se supo después― que los encerraron en sus cuartos para evitar que escaparan; pero los niños siempre lograron hacerlo, imbuidos de una inteligencia y de una fuerza cuya fuente era desconocida para nosotros y que surgían tan pronto como Möhlendorf y los otros niños aparecían sobre la línea del horizonte, ligeramente agazapados, a la espera.

Las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania enviaron policías con dos perros y algunos soldados de la Volksarmee para que recorrieran el bosque y dieran con los niños. Sin embargo, estos fueron demasiado displicentes, o los niños demasiado listos, porque nunca los encontraron. Mientras los policías, los soldados y los padres recorríamos el bosque escuchando solamente los gemidos de los perros o contándonos lo que decíamos recordar que habíamos pensado la noche en que el pequeño Peter había desaparecido, Möhlendorf asaltaba nuestras casas y otros niños se le sumaban: Jana Schlosser, de siete años, Cornelia Schleime de trece, Katharina Gajdukowa de nueve. Su ascendente sobre el resto de los niños, su capacidad para esfumarse en un pueblo pequeño de una región relativamente accesible ―a excepción del bosque, que era, y es aún hoy, enmarañado y oscuro― y su prescindencia de alimentos y refugio nos sorprendían y nos desconsolaban, pero también introducían un paréntesis en nuestra vida más o menos vulgar y bastante miserable de habitantes de la así llamada República Democrática de Alemania, y ese paréntesis parecía ofrecer una nueva normalidad conformada de desapariciones que, en su proliferación, temíamos, acabarían siéndonos indiferentes.

Una tarde, yo estaba en casa reparando una jaula de palomas que tenía. Las palomas volaban sobre mi cabeza y la cabeza de mi hijo, que me alcanzaba con desinterés las herramientas que le pedía. Mi hijo me contaba una película que decía haber visto: en ella, una mujer creía que su hijo había muerto; el espectador creía en lo que la mujer decía hasta comprobar que su marido pensaba que su mujer estaba loca y que nunca habían tenido hijos, la mujer escapaba de su marido y se encontraba con un hombre al que ella recordaba y que se acordaba de su hijo, entonces el espectador cambiaba por tercera vez de idea y pensaba que la mujer sí había tenido realmente un hijo. Yo le pregunté a mi hijo cómo terminaba la película. Me dijo que no se acordaba, pero que creía que la mujer entendía finalmente que su marido tenía razón y que ella estaba loca y sólo por casualidad había encontrado otro loco que creía en lo que ella contaba: nunca había habido ningún hijo, dijo el mío, y ese era el final correcto de la película porque, más o menos, todos los hijos, imaginarios o no, son sólo una idea de los padres y, como las ideas, pueden olvidarse o ser dejadas de lado cuando otra idea mejor llega, dijo.

Yo estuve a punto de responderle algo, o más bien preguntarle por qué inventaba esas historias ―conocía el canal estatal y sabía que, incluso aunque esa película existiera, ellos jamás la exhibirían allí―, pero entonces vi que mi hijo se detenía en el gesto de alcanzarme una herramienta y esta caía al suelo. Sobre la colina que estaba al fondo de nuestro jardín, en el resplandor amarillo del atardecer, vi las siluetas de Möhlendorf y otros niños, agazapados como animales, observando a mi hijo. Mi hijo los miraba, inmóvil, y los otros lo miraban a él; pensé que dirían algo, que lo llamarían, pero no dijeron palabra. Mi hijo dio un paso hacia ellos y yo dije algo o sólo quise decirlo porque el ruido de las palomas, que daban vueltas en círculo alrededor de su jaula, no permitía escuchar nada. En ese momento, las palomas se precipitaron todas cayendo en picado desde el cielo hasta dar con las chapas de la jaula, y el ruido de sus patas arañando el metal me hizo pensar en la lluvia, en una lluvia inesperada que hubiera caído sobre todos nosotros. Y pensé en la película que mi hijo me había contado y me dije: “Él también es sólo una idea. Todos somos las ideas de nuestros padres, y nos esfumamos antes o después de ellos”. Una pequeña campana que mi mujer había colgado ese día sonaba movida por el viento. Un coche pasaba lentamente frente a la casa y no se detenía. Mi hijo hizo entonces algo que yo no esperaba: miró hacia el suelo y me tomó del brazo, como si fuera yo el que iba a escapar, a reunirme con los otros niños ―si es que aún eran niños― y a alejarme de él. Entonces vi que Möhlendorf se erguía un poco sobre la colina y su ropa parecía volverse transparente al darle el sol que se ponía. No pude ver su rostro puesto que este estaba en penumbras, y sin embargo, creo recordar ―pero sólo puede tratarse de una ilusión― que sonrió y que su sonrisa no explicaba nada, no explicaba absolutamente nada. Entonces desapareció detrás de la colina. Mi hijo temblaba intensamente junto a mí y las palomas resbalaban sobre el metal como si este fuera hielo.

Unos dos días después, cuando la desaparición de los niños se había convertido en otra de las tantas incomodidades sobre las que nada podíamos decir y que eran parte sustancial e incomprensible de la vida en la República Democrática de Alemania, el pequeño Peter Möhlendorf regresó a su casa. Su padre, que estaba sentado en la cocina frente a un mapa topográfico de Ausleben y del bosque, levantó la cabeza y lo vio pasar camino de su cuarto, contó. Un momento después, volvió a entrar en la cocina con nueva ropa, sacó del frigorífico un cartón de leche y se echó un poco en un vaso, que bebió de pie; luego puso nuevamente el cartón en el frigorífico y no salió al jardín de la casa, sino que se quedó mirándolo en silencio.

Esa noche o la siguiente el resto de los niños regresó a sus casas. Ninguno de ellos parecía estar lastimado, ninguno de ellos parecía tener un hambre inusual, haber pasado frío o estar enfermo. Ninguno habló nunca sobre su desaparición o lo que había hecho durante ella. El pequeño Peter Möhlendorf nunca explicó a nadie qué lo había llevado a huir de su casa durante esos días y quizá tampoco haya podido explicárselo nunca a sí mismo. Fue un alumno destacado en el colegio, y sus compañeros lo recuerdan como un estudiante aplicado pero accesible, que quizá fumaba demasiado. Peter Möhlendorf estudió ingeniería en la universidad de Rostock y actualmente vive en Frankfurt del Oder; tiene dos hijos.

 

Reseñas

 

Back To Top