MARIANA EVA PEREZ / DIARIO DE UNA PRINCESA MONTONERA /

Prólogo

Mariana Eva Perez | Diario de una princesa montoneraBarcelona: Marbot, 2016 | Pp. 5-14

Prólogo / «La ambivalencia esencial»

 

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“Cuenta un sueño y perderás un lector”, escribió Henry James, a pesar de lo cual, la narración de los sueños reales o ficticios es una parte considerable de la literatura, incluso de la de aquellos que reverencian al autor de Las alas de la paloma. En Diario de una princesa montonera, por ejemplo, conforman buena parte del texto, pero su función parece diferir de la que le otorgara James tanto como de lo que podría afirmar de ellos la práctica psicoanalítica: ni escollo ni emergencia de lo reprimido, los sueños en Diario de una princesa montonera reproducen los elementos presentes en los pasajes «diurnos» del libro, pero lo hacen estableciendo relaciones inesperadas entre ellos, conformando simetrías y conjuntos improbables, reescribiendo los hechos diurnos, otorgando ficcionalidad a lo que es, o pretende ser, un cierto tipo de testimonio; no respondiendo a la pregunta esencial, que es la de quién sueña, pero permitiéndole reencontrarse con sus muertos, con nuevos y viejos disfraces, para contarlos y contarse mejor.

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Mariana Eva Perez nació en Buenos Aires en 1977; dramaturga e investigadora, fue criada por sus abuelos paternos después de haber sido entregada a ellos por los secuestradores de sus padres (José Manuel Perez Rojo, responsable militar de la Columna Oeste de Montoneros, y su pareja, Patricia Julia Roisinblit, integrante de la Sanidad de esa columna), secuestrados y desaparecidos el seis de octubre de 1978.

Acerca del secuestro, tortura y asesinato de miles de activistas políticos en Argentina entre 1974 y 1983, y especialmente entre 1976 y 1978, parece dificultoso o, directamente, imposible decir algo nuevo incluso al lector español, que conoce esta historia casi tan bien como el lector argentino; pero sí parece necesario mencionar algunos hechos para la comprensión de Diario de una princesa montonera y el tipo de efectos que éste creó tras su primera publicación en 2012: en primer lugar, la adopción por parte del Estado argentino de algunas de las iniciativas en torno a la tríada «Memoria, Verdad y Justicia» en las que las organizaciones de derechos humanos (entre ellas las Abuelas de Plaza de Mayo e H.I.J.O.S., acrónimo de Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) venían insistiendo desde mediados de la década de 1990; en segundo lugar, el agotamiento de las formas narrativas adoptadas para narrar los hechos trágicos del pasado reciente; finalmente, la popularización de los blogs y plataformas de escritura en Red que supuso, al menos en Argentina, la emergencia de nuevos escritores y nuevas textualidades.

 

Diario de una princesa montonera encuentra a su autora regresando de un viaje a Europa y apartada de los organismos de derechos humanos con los que ha colaborado desde su adolescencia: naturalmente, el libro termina con su boda. Lo que sucede entre un hecho y otro es la recuperación de una memoria que es indiscernible de la identidad, o de una idea de identidad, que el libro, indefectiblemente, pone en cuestión: también una serie de hechos trascendentes y banales, el primero de los cuales es la creación del blog del que se desprende este libro, que mantiene del primero el carácter fragmentario e iterativo. Aunque Perez afirma que su proyecto inicial era «escribir sobre la escritura», y que lo abandonó llamada por «el deber testimonial» y por la convicción de que «hay cosas que quieren ser contadas», las menciones habituales a las circunstancias de la enunciación (antes y después de la instalación de una baldosa que recuerda a sus padres en el edificio del que, junto con su hija, fueron secuestrados; una gripe, un acto recordatorio, etcétera) hacen pensar que la autora no abandonó por completo ese proyecto, ya que la escritura de este blog/libro es atravesada periódicamente por la pregunta acerca de cómo escribirlo, cómo superar las limitaciones que impone la existencia de un conjunto de palabras que no pueden ser dichas («centro, parrilla, traslado, máquina, tabique…»), el agotamiento de los términos que han sido utilizados por los organismos de derechos humanos y los antiguos activistas y la inexistencia de las «palabras de repuesto» que la autora y otros se ponen a inventar.

En ese sentido, Diario de una princesa montonera no es, como ironiza su autora, el «curso de superación personal para víctimas del terrorismo de Estado» que posiblemente hubiese contribuido a su bienestar pero hubiera dejado indiferente al lector (si es que esa superación es posible, cosa sobre la que este libro no se pronuncia), sino una reflexión personal no exenta de humor acerca de las formas de narrar con el peso de la desaparición de tal forma que esa desaparición se presente ante el lector con la fuerza de un descubrimiento, por incómodo y doloroso que ese descubrimiento sea.

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Diario de una princesa montonera supuso, junto con los relatos de 76 de Félix Bruzzone, el filme de Albertina Carri Los rubios y la pieza teatral de Lola Arias Mi vida después, la emergencia indefectiblemente desestabilizadora de las voces de los hijos de los activistas políticos argentinos, desaparecidos o no. La desestabilización operaba en ellos en varios sentidos: cuestionando una cierta economía del testimonio que, al menos desde la recuperación democrática en 1983, había sido monopolizado por los actores principales de los hechos políticos de la década de 1970, en particular los sobrevivientes de las organizaciones político-militares de ese período como Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y abundaba en textualidades dramáticas, no necesariamente exentas de un cierto carácter voluntariosamente épico (aunque la suya se tratase de una épica de la derrota); proponiendo cruces entre ficción y no ficción que ponían en cuestión qué se recuerda y por qué y qué vínculos guarda todo ello con la verdad; definiendo un nuevo campo semántico, todo un repertorio de formas de hablar del pasado y del presente (un asunto especialmente importante en este libro, donde la autora acuña los neologismos «militonta», «hijis», «temita», que sugieren la posibilidad de que los términos acuñados por la generación precedente no sean los únicos para referirse al activismo político, a los hijos de desaparecidos y al tema mismo de la desaparición); adoptando tácitamente la convicción de que la identidad es un punto de llegada y no de partida, un tema especialmente espinoso en virtud de la gran cantidad de niños apropiados durante la dictadura cuya recuperación y la «devolución» de cuya identidad (que estos deberían «asumir») constituye el principal cometido actualmente de las organizaciones de derechos humanos.

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No parece necesario decir que la desestabilización de los procedimientos narrativos que habían condicionado la forma de recordar en Argentina no fue bien recibida por todos. En su reseña de Diario de una princesa montonera, por ejemplo, Fernando Bogado entrecomillaba irónicamente los neologismos al tiempo que parecía censurar a la autora por «hacer humor con los desaparecidos». En el origen de ese rechazo se encontraba, por una parte, la incapacidad de reconocer aquello que el eminente crítico estadounidense Roger Shattuck llamó, refiriéndose a la obra de Guillaume Apollinaire «la ambivalencia esencial de la verdad y la experiencia», la cual «siempre está teñida de connotaciones cómicas»; por otra parte, lo que se ponía de manifiesto era el deseo (consciente o no, poco importa) de no desestabilizar un relato que, convertido en política de Estado, hacía posible, mediante la repetición, dejar el tema «en paz», cerrándolo a futuras interpretaciones en torno a una versión consensual y, por lo tanto, inevitablemente inane desde el punto de vista político. Que la convicción tácita de que el tema había sido agotado, que ya se había dicho de él todo lo que se podía decir, no sólo ignoraba deliberadamente el proceso de revisión permanente que supone la memoria, sino que también, y en nombre de una cierta moralidad no del todo distinta a la imperante en la década de 1970, colocaba a la literatura en una situación subsidiaria a la «realidad» al tiempo que negaba a las siguientes generaciones un permiso para hablar del tema que esas generaciones, afortunadamente, no esperaron: buena parte de lo más interesante de lo que se ha escrito y filmado acerca del tema en los últimos años (el libro de Ángela Urondo Raboy ¿Quién te creés que sos? y los de Raquel Robles y Ernesto Semán Pequeños combatientes y Soy un bravo piloto de la nueva China, el filme de Benjamín Acuña Infancia clandestina, la publicación Viernes Peronistas o el stand up de Victoria Grigera Dupuy, Vicky G.) incide en esa línea.

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Un aspecto evidente de Diario de una princesa montonera es que su humor y la exageración paródica de ciertas situaciones no constituyen una forma de distanciamiento sino de aproximación: son, digámoslo así, el vehículo en el que se transporta la verdad siempre incómoda de que la búsqueda del sentido no se acaba nunca. En los recuerdos de esa búsqueda durante la infancia y la adolescencia narrados en este libro, en las prácticas confesionales de una iglesia Católica que mayoritariamente apoyó y celebró la persecución y asesinato de los activistas políticos en Argentina, en la lectura infantil y clandestina de informes de tortura, en el activismo en las organizaciones de hijos de desaparecidos, en la contribución a la investigación de los crímenes cometidos, en las borracheras, en las lecturas, en las entrevistas a antiguos activistas, en las fotografías que, sin embargo, «no retratan ningún momento significativo. No dicen nada de lo que hacían ni de lo que les hicieron», en la constatación de primera mano de la frivolización del tema por parte de los medios, en los sueños narrados, lo que se pone de manifiesto es que la incerteza, la soledad, la imposibilidad de imponer una identidad a otro al tiempo que se acepta inevitablemente la que otros han impuesto sobre uno, no conforman ningún punto de llegada; que la escritura «después» es dolorosa, pero (también) que la transformación de ese dolor en placer y en vida es la tarea que, como un mandato, ha recaído en aquellos que posiblemente no hubiesen deseado recibir ese mandato nunca pero necesitan, como afirma Perez en este libro, «escribir hasta quedarme vacía y limpia y nueva» si es que eso es posible.

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A la ambigüedad de la experiencia se la puede nombrar de varias maneras. Mariana Eva Perez recurre a la investigación filial, a la mirada en el detalle significativo (por ejemplo, la incidencia de los nombres Eva, Victoria y Tania entre hijas de activistas, desaparecidos o no: «festín y seguro de retiro para nuestros psicoanalistas», como afirma), el uso alternado de una tercera persona que pone de manifiesto la ambigüedad del «soy» y «no soy yo», la narración de experiencias dolorosas con el desprendimiento de quien hace referencia a una situación cotidiana, en un contraste que otorga una dimensión añadida a esas experiencias (la confrontación directa con los asesinos de los padres durante su juicio, por ejemplo), la renuncia a la jerga de época con la que sus protagonistas narran la experiencia política de la década de 1970 («cuadro», «fierros», «caño», «minuto», «acción», «control», «embute», buzón, «jetón», «orga»), el relato personal de las primeras experiencias colectivas de denuncia que pasarían a ser conocidas como «escrache», la fantasía de un enfrentamiento con las fuerzas represivas del Estado armada únicamente de una aguja de ganchillo, los sueños.

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En Diario de una princesa montonera las elecciones no son simples y casi nunca han sido tomadas por sus sujetos. ¿Cómo recordar pública o privadamente a los muertos sin que la práctica de ese recuerdo se convierta en liturgia? ¿Lamentar la muerte o celebrar que esa muerte haya ahorrado la transformación del progenitor en «triste fotocopia del militante político, un operador profesional»? ¿Cómo amar a los padres si no se los ha conocido? ¿Cómo contribuir a la recuperación de la identidad cuando se sabe íntimamente (y por historias próximas, familiares) que esa identidad es una construcción que va más allá de la biología? ¿Cómo satisfacer el deseo de saber y, al mismo tiempo, la precaución ante y el temor a lo que se va a saber? ¿Cómo aceptar la muerte natural de los abuelos cuando sólo se tiene una experiencia por completo «no natural» de la muerte? Finalmente, y por sobre todas las cosas, «¿de qué otro modo hablar de eso sin sonar como un spot de ***? […] ¿Con qué nuevas palabras?»

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Diario de una princesa montonera ha contribuido desde su publicación a desacreditar y poner en cuestión los relatos carentes de claroscuros acerca de la experiencia política y de sus sobrevivientes. Su legitimidad para ello no proviene de la genealogía, que siempre es involuntaria, sino de la habilidad retórica de su autora para poner al lector en la obligación de tomar partido acerca de cuestiones como la naturaleza de la memoria, la búsqueda de la verdad y su concepto de justicia, todos términos extremadamente problemáticos y, por lo tanto, simplificados hasta el exceso ante la necesidad no solamente institucional de otorgar sentido a los hechos. Los chistes y las bromas de este libro (eficaces o no, poco importa) no esconden ni banalizan: ofrecen la experiencia en toda su ambigüedad y desactivan el hábito de ver las cosas de una cierta manera. En el fondo, el suyo es un procedimiento dialéctico, que obliga al lector a tomar posición: si esta posición se encuentra en las antípodas de la aparentemente defendida por la narradora, se acerca más a la de la autora y el mensaje llega con mayor eficacia, en un proceso de producción de sentido que carece (como los discursos más establecidos) de jerarquías, esos «caballitos de Troya de la prosa institucional» que deben ser cuestionados para evitar la que sería la peor catástrofe posible para una sociedad traumatizada por determinados hechos: el olvido o la convicción de que el recuerdo de esos hechos ya ha agotado su potencial.

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A esa posibilidad, la de que el tema se haya agotado debido a la insistencia en él, Perez contrapone el proyecto de «una casa hecha de palabras […], una historia que pueda habitar, quizás incluso que me guste habitar». Esa casa para los que, como ella, son «hijos de la revolución y la derrota» que «se hicieron responsables por todo demasiado pronto / por lo que recordaban y por lo que habían olvidado», pero que también «sobrevivieron», superaron la edad de sus padres en el momento de su desaparición y viven «en el exilio eterno de la infancia», es este libro, con sus contradicciones y ambigüedades, y la promesa de que, si la orfandad es el punto de partida, no es necesariamente el punto de llegada; o que, incluso siéndolo, no supone la mudez, sino una forma nueva y altiva de hacerse oír en un silencio ruidoso.

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